Ayer por la mañana casi atropello a una chica con la moto. La joven iba mirando la pantalla del móvil y no se dio cuenta ... de que yo pasaba por allí. Me puso carita de 'ups'. A partir de ese momento pasé a modo observador y me di cuenta de que cuatro de cada cinco personas que van por la calle en soledad lo hacen en su mayoría mirando el teléfono o con cascos. Este mal afecta en su mayoría a los jóvenes o adultos menores de 50 años, franja en la que ya no me incluyo, aunque reconozco que soy de los que cambiaron el cocamidopropyl betaine de la pegatina del bote de Sanex por cualquier reel de Instagram en el inodoro. La sociedad orwelliana de 1984 ya está presente en forma de algoritmo, incultura, pensamiento único y consumo rápido. 'Farlopa' digital. En mi casa ya no hay una Larousse porque mis hijos casi todo lo solventan con ChatGPT, y se ha perdido ese proceso de coger el tomo, buscar, leer, resumir y empollar. No soy un fan del progreso porque pienso que el móvil me jodió la vida, el correo electrónico es un buzón continuamente abierto y las redes sociales son la gran ventana a la infelicidad. Estamos en verano, la época ideal para que Instagram nos muestre esa vida de mentiras que nos gustaría vivir. La gente va en barco y me encandilo viendo los reels como si alguna vez me hubiera gustado navegar por alta mar. De la misma manera que veo arroces de bogavante y menús con varias estrellas sin caer en la cuenta que a mí lo de las cocinas me la trae más que al pairo. Y así podríamos seguir con abdominales esculpidas que no tengo por pereza y porque no me da la gama; con cuerpos bronceados, cuando no aguanto más de diez minutos al sol en la playa; y con festivales de música, a los que he ido, voy y al volver a casa y sacar la cuenta pienso que estafa con gusto no pica. Me borré de todas las redes sociales el día que me di cuenta que no quería ser prisionero de ellas y puedo vivir sin X, sin Facebook y sin Tik Tok. Tan sólo sigo engrilletado a Instagram con la esperanza de que un día cumpla condena y me den la libertad. Echo la vista atrás y me doy cuenta de que nunca fui más feliz que con un Tango España en el frontón de mi abuelo jugando pachangas, o dando vueltas junto a mis amigos con la BMX BH California X3 y después con la Dr-Big que me puso mi padre en las manos sin haberme sacado el carné porque antes de las Olimpiadas de Barcelona vivíamos sin casco y en la inconsciencia. Me dan pena estos jóvenes de hoy en día, hipnotizados y atrapados en sus móviles, echados en un sofá soñando con una vida artificial y de fantasía sin darse la oportunidad de pelarse las rodillas. No hace mucho que he vuelto a leer los ingredientes del Palmolive, como gesto de rebeldía y revolución, y del móvil sólo me interesa poner a toda castaña a Benito Kamelas y 'Aquellas cosas que solíamos hacer' para saber que cualquier tiempo pasado siempre fue mejor.
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