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En aquel sitio, desde el cual se contempla un vistoso panorama, se sirvió a los socios del Rat una suculenta paella». Lo de la paella ... está claro. Pero es preciso puntualizar que el paisaje que se divisaba, «ese vistoso panorama», no era otro que el tapiz del arrozal temprano alrededor de la Albufera. Porque la visita de Teodoro Llorente y sus amigos de Lo Rat Penat a Sueca, incluso el cariñoso obsequio municipal que lo remató, se produjo a finales de mayo de 1896, en plena guerra de Cuba; pero es bien sabido que los duelos con pan son menos y la Muntanyeta dels Sants quita las penas si hay paella y con ella se propicia un clima de «la más correcta expansión».La expansión es que quizá se aflojaron el nudo del corbatín. Pero sería solo al final, a la hora del brindis. Todos eran unos perfectos caballeros; unos eruditos capaces de convertir en cátedra ambulante una visita al Ayuntamiento, el Asilo de Ancianos Sexagenarios (¡glub!) y la iglesia de Nuestra Señora de Sales… Pero a fin de cuentas eran humanos; un paseo primaveral en tartana hasta la ermita de los santos Abdón y Senén es siempre un gozo para los sentidos, una fiesta de la sensibilidad que estimula el apetito.El lago, la Albufera, debe ser el paisaje valenciano que menos ha cambiado en siglo y pico. Si logramos borrar de la mirada las lamentables torres que hemos levantado en la Dehesa o en Alfafar, la visión, esa impresión de grandeza intacta, no debe haber variado mucho. Incluso la mirada protectora, la pasión por rescatar el lago del daño o el abandono: en 1897, apenas unos meses después de la crónica enamorada de Llorente (LP 25.05.1896), una dana de lo más canalla trajo de nuevo el miedo a los que vivimos entre ríos, charcas y barrancos: el Turia se desbordó desde Campanar hasta Cantarranas, el Júcar entró en Alzira y el Magro salvaje se llevó la vía férrea en Algemesí. En cuanto al Poyo, sembró el terror y el dolor, una vez más, en Catarroja y Massanassa. En Paiporta, ojo al dato, «llevaba más de 14 metros de nivel, pues rebasaba el puente de hierro».La Albufera, en noviembre de 1897, dejó de ser un «vistoso panorama» para quedar condenada a lodazal. Como hoy, como siempre, el lago recibió los deshechos de la riada: los barrancos, acequias y escorrentías que la fecundan obligaron a abrir otro ciclo de esfuerzo descomunal de adaptación y limpieza. Igual que hoy, se abrió también una aguda polémica de prensa. En su diario 'El Pueblo', Blasco Ibáñez arremetió contra el gobierno de turno: «No diremos que del reciente cataclismo tenga toda la culpa el gobierno. Si hubo inundación es porque llovió antes, y los gobiernos monárquicos, aunque absorbentes y amigos de meterse en la conciencia de cada individuo, no tienen tanto poder que pueden mandar a las nubes como si fueran alcaldes en época de elecciones». Pero aparte ese zurriagazo político, el novelista, solo cinco años después llamado a pintar la Albufera en 'Cañas y barro', empezó a clamar por la repoblación forestal. Se declaró admirador de Francia e Italia, sus repúblicas favoritas, «donde los gobiernos procuran que todas las tierras públicas estén cubiertas de arbolado». Para impedir «en parte esas avenidas tumultuosas y casi instantáneas».Pasión. Dolor y placer por el lago. Con todo, no deja de asombrar que el 14 de noviembre ya diéramos la noticia de que, reanudada la línea férrea, la Albufera había sido marco de la primera cacería de aves de la temporada, con escopetas de Madrid y de casa.
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