La mala educación como drama

Ni los colegios, institutos, universidades ni el método Montesori ni la misa de los domingos, han detenido la caída libre de los modales. Por tierra, mar y aire supura la mala educación

Francesc Colomer

Domingo, 26 de octubre 2025, 00:04

Tenemos un problema de educación. De mala educación. El sistema no ha sido capaz de vacunarnos contra esta pandemia. Digo pandemia porque la tendencia es ... global. Digo sistema y añado también nuestra cultura. Cultura entendida como esa segunda piel, caparazón o cobertura de valores, creencias, hábitos, costumbres y códigos de reconocimiento social que nos vamos dando. Ni nos reconocemos como iguales ni como portadores de idéntica legitimidad. En consecuencia, las puertas del desprecio quedan abiertas de par en par.

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Ni los colegios, institutos, universidades ni el método Montesori ni la misa de los domingos, han detenido la caída libre de los modales. Por tierra, mar y aire supura la mala educación. Sin modales no hay educación o solo queda esa versión de la educación que, a lo sumo, consiste en acumular conocimientos como un diccionario (ya sea de la era Gutenberg o del presente más digitalizado). Es posible que cada vez sepamos más cosas pero muchas cosas no nos hacen más humanos ni más tolerantes.

A partir de esta percepción del contexto general, permítanme un susurro (no tiene más alcance ni decibelios): No lleven jamás a sus hijos o seres queridos a un parlamento. No mientras no cambien los modales al uso. No hay modales sin tolerancia. No puede haberlos porque sin un marco activo de respeto entre seres dispares, diferentes y discrepantes, caen los principios fundamentales de la convivencia. Esta constituye el bien más preciado a preservar en las sociedades plurales, abiertas y democráticas. Hoy los niveles de convivencia yacen abatidos porque la tendencia imperante pasa por premiar todo lo contrario. Una tendencia tremendamente contagiosa.

No lleven jamás a sus hijos o seres queridos a un parlamento. No mientras no cambien los modales al uso

Al hilo de estas consideraciones conviene introducir una reflexión que nos dejó uno de los pensadores más influyentes del siglo XX, Karl Popper. Al plantear su célebre paradoja sobre la tolerancia estableció que «si una sociedad es ilimitadamente tolerante, incluso con quienes son intolerantes, acabará siendo destruida por estos últimos, perdiendo así su capacidad de ser tolerante». Su afirmación o postulado dan para mucho. Dan para pensar.

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Estoy tratando de plantear el tiento de la lógica de esta paradoja que, probablemente, no encierra contradicción alguna sino una enorme carga de profundidad repleta de coherencia y eficacia. Una lógica que puede combatir la intolerancia más extrema y, en la medida ajustada y matizada que corresponda, podría extenderse para combatir la mala educación.

La mala educación no puede ser premiada ni obviada. Se está convirtiendo en el disolvente social más corrosivo que existe. La mala educación no encuentra ni límites ni filtros. Sencillamente, se impone y extiende sin dique de contención alguno. La pérdida de modales en aquellos espacios que generan opinión e influencia es un drama. Una cosa es la ficción de los artistas, el cine y las series de Netflix. Otra cosa son los espacios del Estado y de lo público. Desde Platón -cuya relación con el arte fue controvertida- la defensa de la verdad no se compadece con la interpretación. Se interpreta y retuerce la realidad en los teatros pero no debería hacerse en los parlamentos ni otros estamentos dedicados a preservar la libertad y el orden, como diría Tácito. Claro que la verdad presenta muchos matices y no está esculpida en una sola piedra. Pero la educación y los modales sí presentan un punto de intersección inmutable: se trata de no ofender ni herir ni humillar ni deshumanizar al rival, al contrincante, al adversario. La mala educación pasa por objetualizar al otro y reducirlo a enemigo a batir. Jesús de Nazaret dijo aquello de «Ojo por ojo, todos quedaremos ciegos».

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Vivimos un tiempo de excepcionalidad en muchos órdenes de la vida. Quizá se trate de un periodo de transición. Ese lapso de tiempo en el que lo viejo no acaba de morir y no nuevo no termina de nacer. El tiempo ideal para que asomen los monstruos. Sea como sea, nuestra sociedad española y los principales partidos que han vertebrado este país, más temprano que tarde, tendrán que mover ficha en orden a recuperar la esencia de la convivencia democrática. Mover ficha en dirección a la recuperación de la buena educación como métrica de valoración de todo liderazgo político. Un pacto por los modales. A partir de ahí, atrapemos esta palabra en franco retroceso: pactar. Necesitamos pactar entre diferentes porque el pacto entre iguales o entre parecidos no es un pacto sino una comedia vulgar sin mérito alguno. En ese sentido, levantando la mirada del ombligo y encendiendo las luces largas, emergen tres temas en los que necesitaremos acuerdos de estado como agua de mayo. Digo necesitaremos porque conjugar el presente cuesta mucho y no queda otra que fundar la esperanza en el porvenir. Ojalá ese tiempo nuevo nos cayera felizmente encima cuanto antes. Efectivamente, hay temas que requieren un volantazo en la búsqueda y encuentro de un mínimo acuerdo. Acordar no es traicionar. Acordar es la piedra angular del pluralismo político. Hay temas en los que debería ser una obligación hacerlo. La sanidad, la educación y la vivienda. El tercer punto ha eclosionado de forma indisimulable en los últimos tiempos pero los dos primeros representan la clave de bóveda de los servicios públicos fundamentales. Hablamos de cuatro o cinco pilares del Estado del bienestar. A los mencionados añadiríamos las pensiones y la dependencia. Todos son importantes y reconozco que resulta un ejercicio bastante absurdo e improductivo jerarquizar su orden, pero la sanidad universal y la garantía de la educación como palanca de progreso y dignificación personal son deberes impostergables. Necesitamos reconstruir grandes acuerdos para garantizar el nivel de inversiones que requiere la satisfacción de los derechos citados. Existen mil temas para seguir discutiendo y permanecer atascados -si no queda otra- en la esgrima parlamentaria, pero la sanidad y la educación necesitan un gran acuerdo para rescatar, proteger y potenciar su importancia capital para la vida de las personas. Pueden fallar muchas cosas pero cuando el sistema sanitario flojea el efecto es terrible. Los impuestos pierden todo su sentido y cruje la Constitución por donde más duele. Cuando cronificamos la imposibilidad de acordar una ley educativa que trascienda una legislatura mostramos el rostro más insolvente de la política. Pactar en estos temas enviaría un mensaje de madurez a la ciudadanía desde la política. Una señal de vida inteligente. Un balón de oxígeno para la democracia.

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