No es lo mismo judío que semita, ni israelí que israelita, ni sionista que hebreo. No es lo mismo ser chiita que sunita. No es ... lo mismo el salafismo que el sufismo. Según John Rawls, reputado autor del mítico libro 'Teoría de la Justicia', no son coincidentes las enseñanzas del propia Mahoma en Medina que en la Meca. Unas abrirían incluso la posibilidad de una interpretación constitucionalista del Corán desde una cierta perspectiva de las denominadas democracias liberales occidentales. Esas que, por otra parte, nunca han dejado de ser imperfectas y eurocéntricas pero han generado las mayores expectativas de libertad, tolerancia y dignidad que hayamos conocido. Hoy experimentan una decadencia indisimulable y contribuyen a que el mundo sea cada vez un lugar más inhóspito. Por activa o por pasiva, acción u omisión, esa es la deriva.
Volviendo con las confusiones que todo lo intoxican, hay una que resulta especialmente dramática estos días. Días que ya son años. Años que son largas historias de generaciones. Generaciones que, en una macabra carrera de relevos, van transmitiéndose el testigo del odio y la objetualización del otro. Ni Hamas es Palestina ni Netanyahu es Israel. No nos engañemos. Pero las circunstancias y las aritméticas han querido que la democracia israelí presente al gobierno más ultra y radical de la historia. Personajes que, escuchándoles, aparentan vivir una ensoñación que rememora los episodios más cruentos del Antiguo Testamento. Llegan miles de años tarde. O, dicho de otra forma, viven atrapados en un mundo etnocéntrico de fabulaciones y confabulaciones. Con su retórica -tan gradilocuente como falaz- evocan la reverberación de narraciones tan primitivas como peligrosas hoy. Han pasado miles de años y su visión de la vida, la geografía y del propio género humano permanece estancada en el rincón más oscuro del mito. Esa visión mesiánica que acaba sublimada en una mesa gubernamental que toma decisiones trágicas e inmisericordes con el resto de seres humanos. En realidad, no se compadece con su propia memoria histórica. Con la heroica resistencia de un pueblo estigmatizado y sometido por tantos.
Claro que es una certeza indubitable que el pueblo judío ha sido vilipendiado y maltratado durante siglos. Los pogroms, desde España a Rusia, pasando por todas partes, han generado marcos de odio y victimarios injustificables. Toda suerte de normas, decretos, edictos y leyes antisemitas jalonan el odio institucionalizado a un colectivo humano que siempre me ha despertado sentimientos de empatía y reconocimiento. Tengo muchos amigos en ese ámbito y la vida me concedió hace años el privilegio de conocer al mítico alcalde de Jerusalem durante un cuarto de siglo, Teddy Kollek. Insisto en que Israel, el mismo estado que muchos radicales y fanáticos que lo circundan querrían exterminar, es mucho más que Netanyahu y sus aliados. Escuchemos, por ejemplo, al ex ministro de exteriores Shlomo Ben Ami o a muchos otros políticos, periodistas, activistas y ciudadanos hebreos que detestan la brutalidad del gobierno actual. Tanto como la incursión criminal del 7 de octubre. El odio es una carretera de doble dirección.
La guerra es el fracaso de la razón humana. Es la muerte de la política
El siglo XX levanta acta de un episodio incalificable que algunos todavía niegan. El Holocausto. Cuantas veces relativizado, minimizado o celebrado por algunos que hoy, paradójicamente, cierran filas con ese gobierno de halcones. Israel es una democracia que se puede autorestituir y autoregenerar. Por cierto, una democracia que Netanyahu había comenzado a desmontar. Contra todo pronóstico, los populismos y sus voceros abrazan a Netanyahu y su coalición ultra. Curiosas cabriolas de la historia. Los mismos que otrora pregonaban su antisemitismo e incluso acuñaron el concepto de conspiración judeomasónica para justificar sables y cañonazos. Grupos cuyo aroma de familia, si rascas un poco, alcanza a los neonazis de hoy. El mundo al revés. En fin, «cosas veredes, amigo Sancho». Y, en el otro extremo, otros populistas contemporizan con organizaciones cuya razón de ser es, explícitamente, acabar con la propia existencia del Estado de Israel. En el fondo, una constante histórica perdura intacta cual regla de oro: los extremos se tocan. Que oportuna resulta la frase de Benedetti cuando dice lo mucho que disfrutan en una guerra los asesinos de los dos bandos.
Porque, siendo la peor de las salidas y el mayor de los fracasos, una guerra también debería tener normas. Y aquí no las hay. Clausewitz dijo que la guerra era la continuación de la política por otros medios. No. La guerra es el fracaso de la razón humana. Es la muerte de la política. Y en Oriente Próximo la política ha desaparecido. En la vieja nomenclatura de halcones y palomas, solo quedan especies de rapiña. No vendría mal recordar que, hace 500 años, los filósofos morales y juristas españoles de la Escuela de Salamanca, encabezados por Francisco Vitoria, teorizaron y tasaron con vocación humanista, el llamado Ius bellum i el Ius in bello. El derecho a iniciar o justificar una confrontación bélica y también los límites de la misma en el curso del combate. Hasta en el infierno hay reglas. Es evidente que el principio de la proporcionalidad, el mínimo exigible en el ejercicio de la llamada legítima defensa, ha saltado por los aires. Así como la protección de la población civil, inocentes, infancia, etc...Dejar morir de hambre a las personas nada tiene que ver con el bombardeo de túneles militarizados en las tramas urbanas de Gaza. Efectivamente, la primera víctima de cualquier guerra es la verdad. Todo es impúdico, como aquel intercambio de rehenes con escenografías obscenas. Todo es cinismo. Palestina es un pueblo abandonado por todos. Solo la solución del doble estado presenta algún rasgo de esperanza y solución duradera. Al menos, mientras las personas y el mundo necesiten agarrarse al formalismo del estado-nación y las fronteras. Kant, harto de tantas guerras en Europa para resolver conflictos -inevitables como la vida misma- formuló la hipótesis de construir una suerte de orden cosmopolita en el que la sociedad civil estrechara vínculos más allá de los estados. Entendía en su opúsculo La Paz perpetua (1795) que así se evitaría la guerra eterna de la que, ciertamente, nunca hemos logrado escapar. Y, hablando de conflictos, Jerusalén. Siempre Jerusalén. El espejo del alma humana. Las tres religiones del Libro geolocalizan allí sus lugares sagrados. Pudiendo significar el gran punto de intersección ha devenido demasiadas veces en moneda de discordia. ¿Cómo se gobierna sin codicia una tierra declarada santa? Complicado. Nadie dijo que fuera fácil pero disponemos de una certeza. Sobran los halcones -los asesinos de todos los bandos que indicaba el poeta- para anteponer y cultivar una cultura del acuerdo y del respeto activo. Solo el reconocimiento y la palabra forjarán una paz creativa y estable. Prohibido objetualizar al otro. La lógica sujeto-objeto (supremacismo) debe ser sustituida por la del sujeto-sujeto. Solo así podemos construir un nosotros desde el que reinventar el futuro. Mejor dicho, garantizarlo. Salvarlo. Cuando en las calles puedas pasear tranquilo escuchando el canto del muecín, oír el repicar de las campanas cristianas o admirar el balanceo de los rabinos recitando la Amidá. Espiritualidad en estado puro. Junto a ello, banderas del arco iris y manifestaciones animalistas. Sucedió y lo ví en tiempos de Rabin y Arafat. Evidentemente, todo colgaba de un delicado hilo. Mientras los halcones sigan volando libres, el mundo seguirá confundiéndolo todo.
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