Nuestros niños
Quisimos tener un niño, uno solo, porque el piso era pequeño. Y ahora resulta que aquel adorable nene, el que siempre llevaba el moco colgando, ... es el encargado de regular las vacaciones en esos centros de salud donde, inevitablemente, se van a producir los mismos atascos de todos los veranos. También estaba aquella nena rubita, la de los ojos marrones como su papá, que ahora se libera del peso del área de clientes de Valencia y Murcia y a la una de la madrugada de un sábado es la que da ese grito especialmente agudo, inaguantable, en el concierto de no sé quién en medio de la Ciudad de las Ciencias.
En los setenta veíamos a los paseantes de la orilla opuesta del Turia. Pero los árboles que se plantaron han crecido y crecido, como nuestros niños, y han cambiado las cosas, las vistas, el rio y el parque mismo. De modo que ahora, años después, los que iban a oír a Bruno Lomas a un teatro y se ponían de pie en las butacas de terciopelo, son los que se quejan del potaje nocturno, del ruido de la madrugada y del patatal que queda en nuestros dos símbolos sagrados: los Viveros y el fantástico complejo de Calatrava.
Ozuna. Micky Jam. Juan Magan... Aquellos adorables nenes de los ochenta y los noventa son ahora los encantadores padres de familia que tienen a su cargo los resortes de la sociedad. Y son los que están viviendo su vida en unas noches de calor que no han hecho más que empezar, porque aún tenemos por delante medio junio, todo julio y todo agosto, con su fila de festivales, escenarios colosales, tiendas de campaña y barras llenas de gritos, sudor y mojitos. Mushka, Julie y, desde luego, Depol y Juan Magan. Vasos de plástico que desbordan las papeleras, restos de bocadillos, envases de zumo de piña, una botella de Larios, cartones, miles de colillas y mugre de muy diversa condición. Nos pasamos una década entera diciendo que esta era una ciudad maldita donde no había conciertos de verano y ahora que los tenemos, hacemos como con los cruceros: horror y abominación.
Veremos si el Roig Arena se construye acolchado contra el ruido o pasa como con el Bernabeu. Pero la aplicación no engaña: «Quedan pocas entradas» para escuchar a Black Coffee el 11 de julio. A 45 euros la general de pie, mucho más caro, dónde va a parar, que la Sinfónica de Viena, donde se quedaron más de cien butacas vacías. Pero ¿cómo vamos a enfadarnos con ellos si son nuestros hijos y nuestros nietos? ¿Cómo vamos a afear la conducta a ese profesor de Historia Contemporánea, a la psicóloga del centro de mayores, al irascible inspector de la caldera del gas? Ni Calatrava que lo intentara.
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