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Mira tú por dónde: la Vía de la Conciliación, esa Calle Mayor que lleva en línea recta desde Sant Ángelo al corazón de la Cristiandad, ... la mandó abrir un valenciano, el papa Alejandro VI. Sin duda alguna fue un contrapeso visual, una venganza contra las tortuosas callejuelas moriscas de la Valencia de su tiempo. Para el Año Santo de 1500, con la ayuda de los peregrinos, la gran perspectiva, una visión recta y despejada hacia lo que más tarde sería la plaza y la basílica de San Pedro, se abrió paso entre ruinas romanas y caserones.
Durante un tiempo se llamó Vía Alessandrina, pero la leyenda negra de los Borja se encargó de que el nombre se marchitara. Sin embargo, por esa calle anchurosa han circulado todos estos días, como hace siglos, millones de peregrinos y cientos de notables del mundo, llamados a despedir a un pontífice argentino que ha dejado huella en la historia de su religión y del mundo. Probablemente él no quería casi nada de lo que hemos visto. Piensa uno que no quería los selfies bajo el baldaquino y que si le hubieran dejado habría ordenado, en una de sus rabietas de arrabal, que en vez de gastar en flores y viajes se hubiera dedicado el montante a los pobres; pero incluso el Papa, la vida es así, tiene que aceptar lo que hay. Primero unos zapatos ortopédicos y una silla de ruedas después.
Vía Pontíficum se llamó también. Calle Mayor hacia la plaza de Bernini. Allí, la humanidad ha dicho adiós a un hombre bueno en el curso de una ceremonia en la que, si nos pusiéramos a mirar con lupa, podríamos encontrar casi todos los problemas y las angustias del mundo. Desde las migraciones a la falta de fe y vocaciones, desde el hambre a la guerra, desde el odio a la bondad, desde la intolerancia sectaria al populismo... Todo estaba en la gran plaza. Y a los pies de un difunto argentino, viejo, sabio y resabiado y controvertido.
Alejandro VI hizo toros en el Vaticano, bous al carrer. Pues allí, con aromas de focaccia y parmesano, con rumores de souvenir y tumulto de hotel, estaba la humanidad entera, con sus defectos y virtudes. Monjas de clausura y reyes con medallas. Lo mejor de cada casa. Y con todos ellos, también, las claves que harían posible la redención, la corrección de rumbos, odios y conductas que llevamos a cuestas como el Crucificado. Pero son asuntos demasiado grandes, me temo, y está el riesgo añadido de quedarse con el espectáculo y el esplendor de la arquitectura nacida para sobrecoger el ánimo.
Sin embargo, tomar café y escuchar a una amiga creyente fue, la otra mañana, una gran revelación: «¿A Roma tendría que ir yo? ¿A hacer cola para ver un cadáver? Menudo follón...» Claro, el asunto no está en la muerte de un papa santo, simpático y famoso; el asunto está en tener fe. Algo que, con esta amiga al lado, incluso parece cosa sencilla.
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