Salazar recordó en su tribuna del domingo la conversación que mantuvimos ante la sonrisa de nuestro director, Jesús Trelis, en la que sostuve que tanto él, como Ramón Palomar y yo mismo, cada uno con su talante, destilamos nostalgia de la Valencia de los ochenta, vertebrada, pero informe como los anfibios anuros de cuerpo rechoncho. Concluía la tribuna que no era la ciudad, sino nuestra juventud lo que añoramos; Palomar con sus papilas gustativas de vampiro que ya sólo muerde para beber; yo con mi guasa sicalíptica de soldado veterano que ha servido en demasiadas asonadas, y el propio Salazar con su aire burgués de un Fernando Pessoa del lado contrario de la península que anota sus ideas en el revés del bonobús. Y que a la escuadra morriñosa cabría añadir a Miquel Nadal con esa retranca distante que a él le parece afrancesada, pero que resulta tan valenciana como el dictado del versador melismático con los brazos cruzados en el 'cant d´estil'. Por tanto, ¿qué? ¿Se ha convertido Las Provincias en refugio de columnistas viejales?
No, en absoluto. No es el periódico, sino nuestra generación la que llora por el mundo que perdió; nuestra generación que, por otro lado, también es la de los lectores que restan a los diarios de papel y que, en definitiva, constituyen la alegoría máxima de la melancolía. Solemos decir con orgullo que los nacidos entre los sesenta y los ochenta hemos vivido dos edades históricas y nos hemos adaptado, pero pasamos por alto, al hacerlo, que el tiempo anterior, sin móviles, sin inteligencia artificial, sin robotización, sin control de Hacienda..., podría parecernos mejor. A mí me lo parece y cada vez más. Cuanto mejor conozco el futuro más echo de menos el pasado. ¿Porque entonces era joven? Puede, pero también porque me gustaba leer novelas sin que me interrumpiese el wasap, desaparecer y que nadie me pudiera geolocalizar, escribir cartas de amor sin dejar otro rastro que el de la tinta sobre el papel llamado 'de avión', caminar distraído sin que me atropellase un patinete o viajar y que el resto del mundo fuera distinto y sorprendente. Extraño una vida más rudimentaria, menos tutelada, que a veces olía y sabía mal, pero que tenía olor y sabor.
¿Y Valencia? Pues lo mismo. Pertenezco a esa ciudad mediana que fue de los quioscos y las papelerías, con más gorriones que palomas, sin cruceros de turistas zombis, en la que íbamos a las mismas discotecas y los futbolistas apuraban vermús en la Gran Vía. Así que sí, echo de menos la Valencia de los ochenta, mi querido Pablo Salazar. Seguramente no era mejor, pero fue la nuestra.
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