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La pica

Los dos pinos de Villa Pons

Domingo, 2 de noviembre 2025, 00:03

La infancia, igual que un árbol frondoso poblado de pájaros, se empequeñece con la distancia hasta convertirse en un punto indistinguible, allá donde el camino empezó. Conforme te alejas, ella se achica. Al volver la vista atrás causa desazón comprobar cómo aquel universo inacabable de inocencia, pasatiempo y amor de madre va desdibujándose en el paisaje de tu existencia. Y de este modo, el niño que fuiste termina por convertirse en una leyenda para ti mismo. De tu propia infancia no atesoras verdaderos recuerdos, sino fábulas, sensaciones, fantasías, como del chisporroteo de una chimenea o del frescor de una sombra. Que fuiste niño resulta obvio, de otra forma no habrías llegado a viejo, pero eso no significa que te quede nada, tampoco le queda nada de la larva a la mariposa. La infancia es una vida anterior o, mejor dicho, una vida interior.

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Un temporal ha tumbado los dos grandes pinos del jardín de la villa de tus abuelos en Benicasim. Bajo los cumulonimbos verdes de sus copas jugaste a indios y vaqueros, sobre su alfombra de pinocha te subiste a la bici inglesa de la tía Nena y amparado por su ramaje, con tu primo Guillermo y un vecino Bardem, rompiste una mesa de pimpón pretendiendo que era un barco pirata. A los pies de esos pinos transcurrieron los veranos de tu niñez porque el resto consistió en ir al colegio. Al conocer la noticia de su caída y de la higuera a la que aplastaron, lloraste. Sin embargo, no has extraviado nada, ambos gigantes ya no eran más que un sentimiento, como la foto en blanco y negro de tu hermana Toyi envuelta en una toalla a rayas, ni siquiera un vestigio. La infancia perdida no deja ruinas, tampoco escenarios vacíos, sólo impresiones, olores, luces, escalofríos..., reminiscencias de reencarnación.

Hoy, Día de Difuntos, te acuerdas del jardín de Villa Pons. Haces bien. Ahí, papá te subía a hombros al regresar del trabajo en Valencia; mamá te quitaba la arena de la playa con una regadera pato amarilla; el Otropapá te cubrió la frente con su pañuelo cuando te la abriste; la Otramamá te enseñó a pintar montañas; Joaquina, la cocinera, te dejaba organizar carreras de caracoles la víspera de meterlos en la paella... Sí, tú eres el gran difunto, el que acumula al niño, al soldado de reemplazo, al padre joven, al cuarentón en crisis, al marido de pelo blanco..., a los muertos que eres y que viven en ti. Tu memoria es el panteón que debes visitar por Todos los Santos. La vida, para fluir, está obligada a disiparse y recomenzar. ¿Qué amores, si no, habrías alcanzado sin ese olvido que te corroe los huesos?

La infancia es una vida anterior, o mejor dicho, una vida interior

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