¿Qué fue de la distancia social?
De entre lo poco bueno que nos dejó el Covid-19 estamos olvidando lo mejor: la distancia social. De aquella etapa amarga, que quien más quien menos finge que no sucedió, nos quedó el ir a trabajar sin corbata, no mirar raro a quien se cubre con mascarilla en el autobús, dar la mano y no dos besos a las mujeres y, la estrella de las innovaciones pandémicas, la distancia social. Las culturas primitivas se tocan mucho, hacen del palparse una forma de expresar el afecto, pero semejante proximidad de tegumentos se va dejando atrás conforme la higiene y la urbanidad se abren paso. Los niños son de compartir comida con los dedos, pinchar a los muertos por si reviven, hurgarse la nariz en público, orinar en manada, amontonarse para jugar..., el tránsito a la edad adulta lo marca, precisamente, el inicio de la intimidad. Y aún hay quien dice que hablarnos a gritos y manosearnos son signos de identidad mediterránea, pues no, representan lo contrario, hábitos tan atrasados y poco civilizados como no lavarse las manos antes de sentarse a la mesa o escarbarse con un palillo en el bar.
Ahora que el calor vuelve a apretar con saña y dado que, por desgracia, el uso del desodorante sigue sin haberse universalizado, uno se acuerda de aquella distancia social con que salvábamos la vida cuando lo del coronavirus. No entiendo por qué mis conciudadanos, al igual que mis hijos de pequeños, no visualizan los carriles imaginarios por los que caminamos por la calle, y se paran o se cruzan de forma repentina, sin avisar, provocando choques. Peor en el aeropuerto, donde los viajeros ocasionales circulan mirando al techo o a los escaparates, como paseando por un sueño psicodélico, arrastrando una maleta igual que los dinosaurios sus largas colas, forzando a quien va con prisa o con simple profesionalidad a continuos frenazos y tropiezos. Ayer, a pleno sol, esperando a que cambiase a verde el semáforo de peatones de la calle Colón, me aterró observar que a la multitud retenida no le importaba rozarse, quedarse pegados unos la espalda de las camisas de otros, socializar sus olores corporales, apiñarse pese a la asfixia que nos envolvía.
No cuesta nada figurarse que alrededor de cada uno hay una zona de confort física y olfativa que debería respetarse en verano: yo a eso lo llamo buena educación. Somos muchos y vivimos todos en el mismo sitio, pero hay espacio suficiente para que circule el aire, no es necesario que los demás paguemos la decisión de quien se gusta con camiseta de tirantes y sobacos con escape libre cuando los termómetros rondan los cuarenta grados.
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