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El martes, una altísima representante de la Unión Europea, ya casi vieja amiga, tras mostrarme su perplejidad por el apagón y lo que denota sobre el fiasco y la memez de la política española, me preguntó: «¿Y qué se siente sin luz ni teléfono?». Me llamó la atención que una persona, acostumbrada a afrontar los problemas más complicados del continente y las intrigas de Bruselas, se interesase por la sensación que produce pertenecer a una multitud a oscuras e incomunicada. Me di cuenta de que lo preguntaba tan en serio como si yo fuera un viajero en el tiempo y me presentase ante ella cubierto con una piel de bisonte de Altamira y una lanza, así que fui sincero: «Primero, no te lo crees y te ríes; después, te preocupas por los tuyos y te asustan los bulos; más tarde, te fastidian los múltiples inconvenientes en que la pequeña catástrofe se traduce, como que se eche a perder comida de la nevera o que no funcionen las tarjetas de crédito y, finalmente, te avergüenzas de tu Gobierno».
Es como verte dentro de una novela de ciencia ficción, le dije. «¿Te acuerdas de la pandemia, de aquella impresión de que no era real lo que nos pasaba?, pues lo mismo, aplicado a un colapso en las condiciones de vida», añadí, apelando a los días del covid que ella y yo compartimos. Si falla la electricidad, acaba fallando lo demás. Nuestra sociedad se sostiene sobre la certeza de que a todo el mundo le llegan internet y alimentos, por ese orden; sin cualquiera de las dos cosas, se abre el escenario de la guerra contemporánea, y nosotros lo rozamos el lunes.
Cientos de personas atrapadas en ascensores, miles en trenes detenidos en medio de la nada, aviones aterrizando en aeropuertos sostenidos temporalmente por generadores, semáforos apagados, enfermos crónicos sin respirador en sus domicilios, colas kilométricas en las gasolineras, supermercados vacíos..., eso fue. Tanto como para probar el sabor de la conmoción social, aunque, por suerte, no lo suficiente como para que comenzasen los saqueos. Unos días más de apagón y estaríamos organizándonos en tribus como si no existiera el Estado. Por cierto, ¿existe? Tal vez no, aunque ayude creer en él. Ahora, algunos cretinos intentan convencernos de que el apagón sirvió para que disfrutásemos de un día emancipados del móvil, cuando lo cierto es que protagonizamos los minutos iniciales de una película de zombis. Mi amiga alemana, que sí se hizo cargo del espanto, concluyó: «Así comienza el caos». Pero no, querida..., el caos en España empezó hace dos años, el apagón sólo ha sido otra de sus consecuencias.
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