No aprenden los vicios en la escuela, los traen de casa». Esta frase del profesor hispanorromano de oratoria Quintiliano hace casi 2.000 años encierra ... una verdad incómoda y actual: la escuela es, muchas veces, el lugar donde se manifiestan los que vienen de casa.
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Recuerdo esta frase de Quintiliano a propósito de un cartel del Vicerrectorado de la Universidad de Granada de comienzos de octubre en el que se leía: «No se atiende a padres. Todo el alumnado matriculado en Prácticas es mayor de edad». ¡En una universidad! Que los padres vayan a la universidad a hablar con un profesor porque su hijo ha suspendido un examen o no está contento con una nota no es un gesto de amor, es un síntoma, y grave: la infantilización de nuestros jóvenes. Porque la universidad es, o debería ser, el lugar donde los estudiantes se convierten en adultos.
Educamos en la sobreprotección. En vez de preparar a nuestros hijos para la vida, les evitamos el disgusto del esfuerzo o el de la decepción por el suspenso, ¡ay! Y cuando algo va mal, allá que van los padres a solucionarlo.
Es el síndrome del algodón: todo suave, todo blandito, todo sin riesgos. Pero la vida no es así
Es el síndrome del algodón: todo suave, todo blandito, todo sin riesgos. Pero la vida no es así. La vida suspende, exige, decepciona. La vida no pone carteles para atender a los padres. Y si no empezamos a permitir que nuestros hijos se enfrenten a sus errores o que pidan explicaciones por sí mismos, no estamos formando adultos, estamos fabricando adolescentes eternos con canas.
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Son los mismos padres que, cuando sus hijos son niños, les dan el móvil sin filtros, sin límites, a solas con redes sociales y porno. Pero cuando esos niños llegan a la universidad, se indignan por una nota y exigen hablar con el catedrático. Desastrosa inversión de prioridades: se despreocupan cuando son menores y les sobreprotegen cuando son mayores de edad.
La familia es el primer espacio de aprendizaje. De valores, de responsabilidad, de frustración. No podemos dejarlo todo en manos de la escuela, ni de la universidad, ni del Estado. Y mucho menos convertirnos en sus abogados defensores cada vez que la realidad no les da la razón. Porque el mejor acto de amor no es sobreproteger a destiempo (cuando son mayores de edad), sino educarlos para que sean libres y autónomos. Como bien dice Gregorio Luri «La sobreprotección es una forma de maltrato. Es la primera generación de la historia con las rodillas impolutas».
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Hoy se exige a los docentes que lo hagan todo, desde enseñar contenidos hasta suplir las carencias emocionales y familiares de sus alumnos, sin que nadie se frustre ni se quede atrás. Pero si no hay un trabajo conjunto con la familia, la escuela sola no puede. Los padres no pueden ser meros «espectadores exigentes» del sistema educativo. La educación no se delega ni se externaliza. Se construye desde casa, día a día. Con límites, con coherencia, con ejemplo. Es todo un diagnóstico de nuestra era: «No se atiende a padres».
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