La legalidad como escudo del impune y el 'caso Sánchez'
Debemos exigir que nuestros líderes no solo cumplan con la ley, sino que actúen con arreglo a principios éticos inquebrantables
ELISA NÚÑEZ SÁNCHEZ, EX CONSELLERA DE JUSTICIA E INTERIOR
Miércoles, 29 de octubre 2025, 23:15
En el teatro de la política moderna, el positivismo jurídico ha dejado de ser una teoría académica para convertirse en el manual de autojustificación de ... la inmoralidad. La adhesión ciega a la legalidad formal es la coartada perfecta para aquellos que buscan saquear el interés público sin mancharse las manos con una condena penal. La pregunta cínica que rige sus despachos es simple y devastadora; ¿Es penalmente imputable? Si la respuesta es negativa, el acto -por más destructivo o injusto que sea para la sociedad- queda blanqueado bajo el manto de la corrección procesal. Esta visión reduce la política a un juego de supervivencia legalista, donde la ética es desechada como un estorbo sentimental.
La acción política contemporánea ha convertido a más de un profesional de la política en un experto en ingeniería legal, diseñando maniobras que rozan el abismo de la ilegalidad, pero que se contienen justo en el límite, sabiéndose protegidos por las lagunas que ellos mismos han creado o perpetuado en el código. Este fenómeno no es meramente teórico; se manifiesta con crudeza en la práctica gubernamental, donde la letra de la ley se esgrime como un escudo contra cualquier cuestionamiento moral. La brecha entre lo legal y lo moral se ensancha dramáticamente, y en ese vacío crece la desconfianza ciudadana y la erosión de los pilares democráticos.
El comportamiento de Pedro Sánchez sirve como un ejemplo palpable de esta deriva. En su gestión, hemos observado cómo sus decisiones se toman priorizando su supervivencia política, incluso a costa de fracturar consensos institucionales, o de aplicar interpretaciones legales dudosas a sus inhibiciones en los casos que le alcanzan y que afectan a su familia o a sus hombres de confianza en el PSOE. O desde el manejo de crisis sociales hasta la justificación de pactos políticos controvertidos, donde exhibe la victoria del positivismo legalista sobre la responsabilidad ética. El argumento de «actuar conforme a Derecho« se utiliza para maquillar acciones que, vistas desde la óptica del bien común y la lealtad institucional, resultan profundamente cuestionables.
Frente a esta lógica, es imperativo recordar que para el político que se rige por una ética pública -como la que podría profesar un católico, sujeto a la dignidad de la persona y a la justicia social-, la ley siempre es un punto de partida, no de llegada. Sus decisiones deben pasar por el escrutinio del bien común, un principio que trasciende el mero cumplimiento normativo. La verdadera acción política exige algo más que evitar el cuestionamiento penal; exige servir a la sociedad con integridad y transparencia.
La reducción de la política a un ejercicio de supervivencia legalista tiene consecuencias profundas. Primero, normaliza la impunidad moral creando una clase política que opera en los límites de la ley sin rendir cuentas ante la sociedad. Segundo, debilita la confianza en las instituciones, pues los ciudadanos perciben que sus representantes públicos actúan en función de intereses particulares, amparados por un marco legal que ellos mismos manipulan. Tercero, fomenta una cultura de la desesperanza donde la participación ciudadana se ve minada por la creencia de que el sistema está diseñado para beneficiar a los más astutos, no a los más justos.
Necesitamos, desesperadamente, que la ciudadanía deje de aceptar la legalidad como sinónimo de rectitud. La ética no es un adorno; es el muro de contención contra la tiranía legalizada. Debemos exigir que nuestros líderes no solo cumplan con la ley, sino que actúen con arreglo a principios éticos inquebrantables. Que los límites de su acción estén más allá de la norma legal y se situé en su recta conciencia.
Además, es urgente reformar el sistema legal para cerrar las lagunas que permiten estas prácticas. Pero más allá de las reformas, necesitamos un renacimiento ético de la política. Un retorno a la idea de que la acción política es la de servir, no sobrevivir. La ley debe ser un instrumento al servicio de la justicia, no un escudo para la impunidad. El 'caso Sánchez', como otros tantos, nos obliga a reflexionar sobre el tipo de democracia que queremos construir. ¿Una donde la legalidad sea la única medida de la conducta pública, o una donde la ética sea el fundamento de la acción política? La respuesta a esta pregunta definirá el futuro de nuestra convivencia.
La ley, sin ética, es una cáscara vacía; es una farsa peligrosa para la política. Es hora de que exijamos más a quienes nos representan y nos gobiernan: no solo que obedezcan la ley, sino que honren el contrato social que los une a la ciudadanía. Solo así podremos construir una sociedad donde la Justicia no sea sólo una palabra en los códigos, sino una realidad vivida y creída por todos.
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