
Ni dogmas ni extremos
Desde Vargas Llosa al Papa Francisco, muchas de las mentes más lúcidas del último siglo han evolucionado desde simpatías revolucionarias hacia visiones liberales
CARLOS CAMPS
Viernes, 2 de mayo 2025, 00:02
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CARLOS CAMPS
Viernes, 2 de mayo 2025, 00:02
Por naturaleza, la juventud arde con idealismo. En esa etapa de la vida, las injusticias se ven como intolerables. Estructuras que hay que derribar para ... reconstruir desde cero. El deseo de transformación se vuelve urgente, y los discursos que prometen igualdad radical y redención colectiva resultan atractivos.
Durante algunas décadas, el comunismo encarnó ese impulso de justicia para millones de jóvenes. Intelectuales, artistas, líderes religiosos vieron en él una promesa: acabar con la explotación y repartir el poder. No es casual que figuras como Mario Vargas Llosa o el recientemente fallecido Papa Francisco hayan simpatizado, en sus juventudes, con esos ideales.
Sin embargo, el tiempo, la experiencia y la historia se encargaron de matizar ese entusiasmo. La realidad de muchos regímenes que decían actuar en nombre del pueblo reveló otra cara: represión, censura, pobreza crónica, culto a la personalidad y la anulación del pensamiento crítico. Frente a ese desencanto, algunos optaron por la resignación. Otros, como Vargas Llosa o Francisco, emprendieron un viaje intelectual que los llevó hacia posturas menos dogmáticas, más centradas en el ser humano concreto, aquí y ahora.
Mario Vargas Llosa fue, en su juventud, un ferviente defensor de la Revolución Cubana. Como tantos intelectuales de los años 60, creyó que el comunismo podía liberar a América Latina de la injusticia que la condenaba al atraso. Pero bastaron algunos desencantos para comprender que el precio de esa supuesta redención era demasiado alto: se pagaba con la libertad, con la persecución de los disidentes, con la miseria.
Su giro hacia el liberalismo no fue un acto de conveniencia, sino de lucidez. Comprendió que los derechos individuales no son un lujo, sino la base de cualquier sociedad. Defendiendo un liberalismo democrático, crítico, que apuesta por la libertad, pero también por la responsabilidad ética.
El caso del Papa Francisco es distinto. Su formación como sacerdote jesuita en Argentina lo marcó con una profunda sensibilidad hacia los pobres. Su discurso ha sido claro al denunciar el «capitalismo salvaje», la cultura de la indiferencia y del descarte.
Sin embargo, nunca abrazó modelos autoritarios ni cayó en la trampa del populismo. Su visión de la justicia social no pasa por imponer un sistema único, sino por humanizar los existentes. Promovió una «economía con alma», el diálogo, la responsabilidad social del empresario, y una ética del cuidado que tiene su centralidad en el otro.
¿Qué significa hoy una sociedad más justa? No basta con repartir recursos: hay que repartir también oportunidades. No se trata de igualar a todos por decreto, sino de garantizar que nadie quede excluido de la educación, la salud, el trabajo digno y la cultura.
Aquí es donde el liberalismo ofrece herramientas poderosas. En su raíz filosófica el liberalismo defiende la libertad como base del respeto, la tolerancia como fundamento de la convivencia y el pluralismo como antídoto contra el pensamiento único.
Un sistema liberal permite lo que ningún modelo totalitario logra: el disenso pacífico, la crítica sin castigo, la evolución desde dentro. Promueve la meritocracia, y debe corregir sus excesos mediante políticas sociales que nivelen el punto de partida, no el de llegada.
La justicia, en este contexto, no puede ser solo redistributiva. También debe ser reconocedora: de la diversidad, de los saberes, de las trayectorias, de los esfuerzos. Debe estar al servicio de que todos tengan la posibilidad de desplegar su vida con dignidad, sin depender de su origen.
No hay que medir el progreso solo en términos de crecimiento económico. Necesitamos una economía que además de crear riqueza la distribuya de manera razonable, sin sofocar la iniciativa privada, pero sin dejar a millones de personas fuera del sistema.
Necesitamos establecer modelos donde la innovación, el emprendimiento y la inversión coexistan con derechos laborales, justicia fiscal, transición ecológica y acceso igualitario a bienes comunes como la tecnología, la energía o el conocimiento.
Una sociedad justa necesita ciudadanos informados, críticos, libres de adoctrinamiento. Es la educación la que garantiza la democracia a largo plazo. Por eso urge recuperar el valor de la escuela como espacio de pensamiento, no de repetición, ni de consignas.
Hoy, ser joven no significa repetir discursos del pasado, sino pensar sin miedo, cuestionar las certezas heredadas, construir sin destruir. Apostar por una economía inclusiva y sostenible, por instituciones fuertes y ciudadanos informados.
Si la juventud fue el fuego que encendió el idealismo, que la madurez sea el faro que lo guíe. No hay que elegir entre el sueño y la razón. Se trata de caminar con ambos.
*CATEDRATICO EMERITO. UNIVERSIDAD DE VALENCIA
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