Normalmente son los Fiscales los que persiguen el delito. Es excepcional y patológico que el tablero se dé vuelta y que sea un Fiscal, por ... tanto, el presunto delincuente. Pero cuando no es un Fiscal, sino el General del Estado el que está bajo sospecha, las cosas parecen complicarse. Y si a eso agregamos que, circundándole las dudas, el Fiscal General decide no dimitir porque eso es «lo mejor para la institución», entonces uno puede ponerse catastrofista sin gran temor.
El Fiscal General del Estado no ocupa un cargo político más, por muy nombrado que sea por el Gobierno (también algunos Magistrados del Tribunal Constitucional lo son). Su tarea en el aparato institucional es conducir el Ministerio Público, es decir, encabezar y organizar a quienes promueven la defensa de la legalidad y que -entre otras tantas funciones- van tras el delito. A nadie se le escapa, entonces, que su función es trascendental para el Estado. Por eso mismo, aunque en una sociedad democrática no sea sano que todo cargo deba dimitir cuando comienza contra él una investigación penal, tampoco lo es que el Fiscal General se mantenga in office a pesar de las dudas razonables que pesan sobre él. Y no es sano por razones muy diversas.
La primera es que la reacción penal al delito deja de cumplir eso que entre juristas se conoce como «prevención general negativa» o, con otras palabras, función intimidatoria de la pena. Es decir, ¿qué coacción psicológica (como decía un viejo jurista bávaro) puede sentir un futuro delincuente sabiendo que el jefe de los Fiscales está siendo investigado por cometer un delito? Si él delinque... yo también, podría decirse. Pero a esa razón más bien interna hay que agregar otra, no desdeñable, que se proyecta hacia el exterior: ¿qué pueden llegar a pensar nuestros colegas europeos cuando toman conciencia de que, en España, quien dirige la persecución del delito está siendo investigado a la vez? ¿Se imagina algún lector al Fiscal General del Estado austríaco, suizo u holandés sometido a un proceso penal y, a la vez, apareciendo públicamente? Aunque solo fuera por mantener la dignidad de nuestro país ad extra, el Fiscal General debiera apartarse del cargo. Eso no significa, desde luego, que no haya Fiscales alemanes en enredos (hace unos meses fue condenado, de hecho, el Fiscal Superior de Frankfurt por corrupción). Pero sí parece difícil imaginar que otro Fiscal General se pudiera mantener en el cargo en los términos en que lo hace el nuestro.
Pero hay, por último, otra razón que hace imperante la dimisión del Fiscal General. Tan imperante es la razón que merece, incluso, un párrafo aparte: el desprestigio que su continuación supone para la propia Fiscalía. Ya han dado diversos periódicos noticia de las severas desavenencias que suceden en el seno de aquella institución y parece claro, por tanto, que buena parte de los Fiscales desean ya la salida de la máxima autoridad. Y, efectivamente, ¿qué sucede con los Fiscales de a pie, que semana tras semana promueven la defensa de la legalidad en la mundana vida de los primeros niveles jurisdiccionales? ¿Con qué soporte moral aparecen pronto en los Juzgados los Fiscales sabiendo que aquel de quien dependen jerárquicamente está siendo investigado, tal como lo es quien tienen delante? Profundas lecturas de Epicuro, Marco Aurelio y Séneca se requerirán para que los nuevos Fiscales adquieran el necesario estoicismo para llenar esa tarea.
En este complejo trance, desde luego, tampoco son de ayuda las declaraciones recientes del Presidente del Gobierno, que está decidido a defender la honorabilidad del Fiscal General e, incluso, a reclamar de todo el resto una disculpa: ¿por qué habríamos de disculparnos por creer que el ilustre acusado ha borrado de su teléfono las pruebas que lo incriminan?
Creo que lo anterior conduce, con bastante naturalidad, a la conclusión de que el Fiscal General del Estado se equivoca cuando estima que su presencia es lo mejor para la institución. No, Excmo. Sr: lo mejor para la institución es que la encabece alguien sobre quien no exista sospecha alguna (y de esos los hay de sobra en la Fiscalía, claro). Y como el Derecho no admite, sin malabarismos, el cese del Fiscal General del Estado, solo cabe esperar que éste recapacite y tome la decisión que, en los libros de Historia de España, le hará pasar de una descarada página completa a una tímida nota al pie. Ojalá en ella se pueda, algún día decir: «Aunque se equivocó en un principio, supo reconducir su acción». Mientras tanto, habrá que seguir dándole motivos para recapacitar.
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