Las tumbas
A mí que me quemen. Pero las tradiciones están para algo. Para recordar a los que fueron y quién eres
En este día de Todos lo Santos, mientras desliazaba la bayeta por la lápida de la tumba de mis abuelos Demetrio y Felicitas en el ... cementerio de Piqueras del Castillo, al mismo tiempo reflexionaba de viva voz con la Isabel. «A mí, cuando me muera, que me quemen y tiren mis cenizas en el monte». Hablaba yo con la Isabel del tiempo que perdemos limpiamos las sepulturas, cambiando las flores, repasando con pintura las letras de los que ya no están. «Total, ellos ya no se enteran de nada», apuntaba la Isabel. Y es verdad. Y yo sigo pensando que la memoria y el recuerdo van por dentro. Que se hace cada día. Que no hace falta ir cada 1 de noviembre al cementerio y que a los que quisimos, queremos y querremos, en realidad están presentes siempre. Pero mientras seguía con la bayeta, veía haciendo lo mismo a mi sobrina Noa. Y me daba cuenta lo que era 'juntar' por un momento y unos instantes a cuatro generaciones. Porque allí en ese cementerio están también mis bisabuelos. Los tatarabuelos de la pequeña. Y aunque sigo pensando que cuando me muera quiero que me quemen y lancen mis restos al aire del Toconar, de Casablanca, del Cerrillo de la Horca o en un sinfín de parajes en los que he pasado tantos y tantos ratos buenos, al mismo tiempo que no dejaba de deslizar la bayeta sobre la lápida, mi mente viajaba. Y al tiempo que ponía derechas las flores de mis abuelos Demetrio y Felicitas recordaba los años y años que ellos me cuidaron en verano. Las repetidas ocasiones en las que mi abuelo, ya mayor y encorvado, agachaba el lomo para arreglar la cadena de mi bici, para levantarse después con el rostro iluminado por una sonrisa y las manos manchadas de grasa para decirme: «Ala, hasta la próxima hijo». Mientras estaba en el cementerio volvía a todas las noches en que mi abuela, ciega prácticamente por sus cataratas, subía dispuesta escaleras arriba de la casa, a tientas o casi de memoria por conocerse cada rincón de la casa, con una bolsa de agua caliente en sus manos, para colocarla bajo las sábanas, a los pies de mi cama, para que estuviera el nieto calentito cuando llegara de hacer el golfo por la plaza. Mientras extendía el búcaro de flores en la tumba de mis abuelos Florentino y Marciana, veía hacer lo propio a mi sobrina. Y mi mente galopaba a 40 años atrás, cuando mi abuela, con su moño recogido y su eterno luto por un hijo que se fue demasiado pronto, me observaba al lado en la mesa mientras comía. «¿Quieres un chorizo, hijo? ¿Algún relleno más para el potaje?». Y cómo se ponía al lado, con la cabeza apoyada en la mano, acodado el brazo en la mesa, y disfrutaba con el simple hecho de ver cómo yo disfrutaba con la comida. No puede haber amor más puro y desinteresado. Mientras acicalaba las tumbas, volvía a tantos, tantos y tantos mediodías en los que corrí a la puerta de mi abuelo Florentino para intentar coger el ABC al que estaba suscrito para intentar leerlo antes que él. Cómo ese gesto, cada día, o el día que llegaba el diario, porque en el pueblo no era siempre, me metió dentro el bendito virus de la lectura, del periodismo y de la necesidad de estar informado. Así que este día de Todos los Santos, pensé, sí, que a mí mejor que me quemen. Pero al mismo tiempo, y viendo de reojo de nuevo a Noa, pensé también que vaya suerte el tener tradiciones. Que pasar aunque sea un día por el cementerio, te une aún más a los tuyos. A tus raíces. Te hace más humano y planta tus pies en la tierra. Por mucho Halloween que se extienda, Don Juan Tenorio siempre fue mucho más grande.
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