Dicen que las escenas que vives de pequeño son las que se te quedan grabadas para siempre. Que los recuerdos de la infancia y la ... juventud persisten en tu cabeza protegidos quizás por un celofán de inocencia y felicidad. Antes de que la vida, el paso de los años y una sociedad maleada arruguen ese precioso envoltorio y embarullen vivencias, experiencias y momentos. De niño no entendía por qué mi padre, cuando a veces bajábamos al Volkswagen Passat aparcado a la puerta de casa, miraba debajo de la carrocería en busca de algo. Ignoraba el motivo de aquella curiosa manía de sentarse siempre de cara a la puerta cuándo íbamos a algún bar o local público. Por qué aquella noche bajó al descampado frente a casa, expuesto a lo desconocido, con mi madre asustada en el balcón, tras observar ella cómo dentro de un coche aparcado había alguien tocando el claxon y haciendo largas con las luces. Tampoco entendí por qué una joven se le abrazó aliviada. Ni por qué unos policías se llevaron esposado al chico que estaba con ella. Mi padre era policía. Bueno, lo es y lo será siempre. De uniforme o de paisano. En activo o jubilado. En los 80 y 90, en lo más cruento del terrorismo etarra, aquellas veces que se agachaba junto a su coche era para mirar si había alguna bomba lapa. En un bar siempre debía estar mirando a la puerta. En alerta por quién pudiera entrar. Y aquella noche evitó que una joven sufriera abusos sexuales en el coche del descampado, a cambio de arriesgarse a que le hubieran dado un navajazo un mal golpe o algo peor. Como mi padre, Carlos era policía nacional. Sólo era policía. O más bien, nada menos que policía. La misma que tantas veces recibe esos gritos de «policía, tortura y asesina», que sufre acusaciones de malos tratos o abusos policiales (ovejas negras hay, sí, como en todos los sitios). Aunque nada impide que, junto al Ejército y la Guardia Civil, sean siempre y desde hace años, las instituciones más valoradas por los españoles, como bien dicen las encuestas. Diecisiete días ha aguantado Carlos en coma. Las jornadas transcurridas desde que unos miserables, unos desalmados, le machacaron la cabeza con una piedra en Vinalesa. El motivo, que Carlos hiciera su trabajo. Aunque no estuviera trabajando. Un policía siempre lo está. Los vio robando unos simples palomos y no lo dudó. Encontró la muerte por su vocación de servicio. Por sentir antes que nada el ayudar a los demás que pensar en uno mismo. Solo tenía 47 años. Llevaba en el ADN perseguir delitos. Primero en la Comisaría del Marítimo y luego en el grupo de Robos. «Un hombre que vivía para sus dos familias. La de sangre y la de la Policía Nacional. Generoso y siempre dispuesto a ayudar a los demás. Amante de los viajes y con muchos planes de futuro». Un policía que patrullaba codo a codo con Carlos lo define así. Imposible condensar en unas líneas la pérdida. Su gente, sus compañeros, su pareja, destrozados por el capricho criminal de dos demonios urbanos. Ojalá muchos 'Carlos' en nuestras calles. Ojalá más educación, civismo y mayores penas para evitar estas tragedias. Ojalá cambie la percepción negativa que muchos tienen aún (pese a la generalizada buena imagen) de la Policía. Esos que piensan que sólo nos quieren multar o buscar problemas. Sus patrones son los Ángeles Custodios. Y no puede ser más apropiado para unos profesionales que velan por nosotros, día y noche. Aunque por desgracia se dejen la vida en ello. Ellos son nuestros ángeles. Como Carlos. Deberíamos venerarlos.
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