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Yo agustino

La elección de León XIV me lleva de nuevo a las clases entre serrín del Padre Canal, al amor platónico por doña Maite, a la maestría de 'El Petit'... a las aulas en las que aprendí a ser persona

Arturo Checa

Valencia

Domingo, 11 de mayo 2025, 00:08

No negaré la evidencia: en el colegio Santo Tomás de Villanueva, de los Agustinos de Valencia, al que yo asistí durante 12 años de mi ... vida, hubo casos de abusos. Lo ha reconocido la propia orden, con disculpas a las víctimas y un mensaje de no haber sabido estar a la altura cuando ocurrieron en los 70 y los 80. Entre los exalumnos es 'vox populi' las andanzas de unos de los personajes señalados como autor de estos hechos. Fray Balbino. Los comentarios de sus caricias a los alumnos durante las películas de Super 8 que proyectaba han pasado de generación en generación. Muchos hablan de cosas mayores. Condenable y vomitivo. Pero, una vez colocados los puntos sobre las íes, debo decir que yo me siento orgulloso de ser un agustino. Que las ovejas negras que hubo en el colegio (que las hubo) no deben manchar lo que es un centro en el que yo considero que me formé como niño, como ser humano y como cristiano, aunque los hermanos lograran empujarme poco hacia la práctica de una fe que sí mantengo. Entre los muros del ya antiguo edificio de la calle Albacete pasé unos de los años más felices de mi vida. Y la elección como Papa del agustino Robert Prevost me ha llevado de nuevo a aquellas aulas, a aquel olor a goma de borrar, tiza, encerado y mezcolanza de aromas entre el almidón de los baberos de EGB, el sudor de las clases tras Educación Física y el explotar de las hormonas de la adolescencia. Con la llegada de León XIV he regresado a aquellas carreras por las escaleras hacia el recreo para conseguir el bocadillo de bravas del señor Ramón. A las clases de Pretecnología del Padre Canal, en un sotano entre serrín, sierrecillas y creaciones de madera. Con los tirones de patilla si algo salía mal y cobrando hasta por una pequeña lija. Que 'la pela es la pela'. A los años de doña Conchita en los inicios de EGB, entre lágrimas por soltar la mano materna y los primeros pasos de amistades que aún siguen hoy. A los gruñidos del temible jefe de estudios, el padre Alonso en Filosofía (por algo le apodábamos 'el Cuervo') intentando explicarnos los pensamientos de Kant o la la caverna de Platón. A las deliciosas clases de Literatura del ya desaparecido Adolfo Villalba, tan pequeño en estatura (fácil entender el mote de 'el Petit') como grandioso en sabiduría. Uno de esos profesores que te hacen amar la materia. Él me metió parte del virus por la lectura (casi tanto como mi madre), con aquellas maravillosas tardes comentando a Cela, Delibes, Lorca... disfrutando de la pasión que transmitía por las letras. Al gran oficio de Santi Boix. No tanto en las odiosas Matemáticas (que también), si no sobre todo por su capacidad para formar personas, para hablar con chavales en la contradictoria adolescencia, entenderlos, mirarles a los ojos y ser lo que debe ser un profesor: más un guía que un enseñante. A la ceremoniosidad de las clases de Latín de Julián. Que dirán que de qué sirve una lengua muerta. Pues yo digo que de mucho, para aprender a amar nuestro maravilloso Castellano. Al amor platónico por doña Maite, la profe de Inglés. A la pulcritud de Juanpedro en Dibujo. O volver al viaje por París y Amsterdam con el padre Manuel (hace poco que tristemente también nos dejó...) y Jose Vicente (profesor de Historia, 'el Moro', por su califal barba, que entonces no se llevaba tanto lo políticamente correcto) y su mítico «vulevú telefoné with monés?», para preguntar en Francia si podía llamar por teléfono en una cafetería. Como en todos sitios, en la vida hay lunares negros. Condenables. Pero yo hoy grito con orgullo mi condición de exalumno de Agustinos.

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