Yvoire
ANTONIO BADILLO
Lunes, 2 de junio 2025, 23:56
Supongo que es la consciencia de nuestra vulnerabilidad lo que nos lleva a urdir planes a largo plazo, en un esfuerzo por controlar el vuelo ... incierto de esa moneda al aire que es el futuro. Solemos llamarlos sueños, aunque en el fondo no escondan más que el intento de tejer una zona de confort. Llegados a este punto, cada cual acostumbra a desear aquello que no tiene. Por ir a lo concreto, yo arriaría gustoso mis velas en un pueblito francés a orillas del lago Léman llamado Yvoire, del que un día ya muy lejano regresé en cuerpo pero no en alma, mientras que la vendedora de la tienda de mascotas del aeropuerto de Malpensa me confiesa que cada fin de mes piensa en Valencia, según gotea la hipoteca del piso donde ansía anclar su jubilación, muy cerca de la estación Joaquín Sorolla. Ahí estamos los dos, dispuestos a intercambiar a pelo nuestros paraísos, mi Albufera por tus Alpes, hasta que la firmeza de su resolución me induce al recelo. ¿Y si está ella en lo cierto?, sopeso mientras me envuelve una chapa para la perra con la tricolor italiana. Afortunado en la única decisión que tomaron por mí, el punto de aterrizaje, sería de lo más estúpido estropearlo en el despegue del viaje final, haber disfrutado en el valle de lágrimas para que luego se me eternice la eternidad. Así que aplazo nuestra permuta a vida vencida, doy una vuelta al asunto, le dice mi futuro al suyo, y regreso a casa dispuesto a someter a juicio crítico las ensoñaciones.
Entregado a mi propósito, ese mismo domingo mañaneo más que el sol, la luna aún de cuerpo presente, y decido hacer trabajo de campo mientras corro mi tirada larga semanal, 21 kilómetros con la duda en modo centrifugado. Podría pedir opinión, qué sé yo, al tipo que medita en la posición del loto junto al carril bici de El Puig. O al titán que me cruza una sonrisa cómplice mientras trota sobre su pierna biónica por el entramado de caminos de la huerta de Puçol. Lástima no saber piar, lamento, para rastrear mi respuesta entre la babel de graznidos que ulula alrededor -¿los pájaros trasnochan o madrugan?-, hasta que el grito afónico de un gallo -ese sí se acaba de levantar- los manda callar. Más que el gel energético me levanta el ánimo la superabuela de moños canos y vestido gris con topos negros que envía al subconsciente en busca de una caperuza roja hasta que de pronto, el cuento a hacer gárgaras, saca una caña y se pone a pescar en una de las acequias próximas a la playa. Cuando oigo el arrullo del mar invitando a veranear a la primavera -canta el Garmin el kilómetro 14-, siento al fin que mi decisión está tomada. Pensando en el más allá he descubierto el más acá, el aprecio por lo pequeño, eso que sólo valoras al verlo perdido. Me viene a la cabeza la historia de una chica de Paiporta a la que conocí en Caudiel, antes del medio maratón de Ojos Negros, el relato en carne viva de cómo sacó sus medallas de las garras de la dana, no así los dorsales, y por Tutatis que la entiendo, aunque al contarlo me digan que en la secta runner estamos como cencerros. Volveré a Yvoire de vacaciones, a sus calles adoquinadas y los balcones multicolor, me pondré como el Quico en alguna de sus terrazas, pero llegado el momento alimentaré la malva autóctona. Ahorraré así el viaje a mis deudos, y de paso las excusas para que alguna vez se dejen caer de visita.
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