Rosebud

Venecia

Antonio Badillo

Valencia

Lunes, 8 de diciembre 2025, 23:48

Venecia sobrevive a una condena. Desde que los primeros moradores decidieron asentarse en la inmensa marisma, en sus 118 islas, ante la ventaja defensiva que ... reportaba el emplazamiento, indómito, arisco, aquel pueblo sometido a voluntaria tortura dejó de huir de los bárbaros para enfrentarse al mar. Con él guerreó primero, y negoció después, tras comprender que doblegarlo por las bravas era reto inabarcable.

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Venecia es un permanente sueño roto. Nadie le negará haberlo intentado. Nadie la compadecerá lo suficiente por cada embate de la realidad. El anhelo político -república milenaria, oligarquía inspiradora de la división de poderes y simiente de futuras democracias- lo desintegró Napoleón, tanto interés en someterla para luego regalársela a los Habsburgo. Al social puso fin otra invasión, la turística, qué difícil es vivir en una postal, cara a cara el Edén y su paradoja: no se puede huir de quien te alimenta, de forma que el mismo fenómeno que vacía de lugareños la Venecia insular hidrata su tersa epidermis de restaurantes, tiendas de souvenirs y cultura de pago, hasta tres entradas diferentes para ver desnuda una catedral.

Venecia es hermosa en otoño, cuando la noche engulle al día, y las nubes al sol, y el hormiguero guiri hiberna a la espera de otro verano machacón y tumultuoso que sin duda volverá.

Venecia es descubrimiento. Si me preguntas por su diciembre no te hablaré de los salones del palacio ducal, del atardecer temprano en la piazza de San Marco, silenciados los violines que pusieron y pondrán música a la primavera. Tampoco mentaré el enjambre de gondoleros al acecho del visitante sobrado de amor y de parné. O tal vez sí lo haga, pero todo a su debido tiempo. Antes me quedo con una farola en Dorsoduro, orientada a la bahía, al abrigo de la Punta della Dogana donde el antiguo dominio de los dogos encuentra su finisterre. O puede que elija un paseo crepuscular por Canareggio: apenas abandonado el gueto judío, todavía epatado por la imponente figura de un rabino de molde cuya mirada recelosa desemboca en los subfusiles vigilantes de una garita de carabinieri, allá donde superadas las sombras la trama urbana olvida su caos, el canal se ensancha y esa porción de la 'Serenissima' que no quiso ser Terraferma se convierte de pronto en Ámsterdam. O quizá me decante por un momento, patrimonio de la gaviota impostora, enorme como el pavo de la Navidad, que irrumpe en vuelo rasante para robarme una galleta recién horneada y romper la promesa de las manos a mi boca.

Venecia es la angustia de una cuenta atrás, el historial de derrotas de una bravuconada suicida, la de los mortales del Véneto que antes temieron a Atila que a Neptuno y su imperio salobre. Pero lo antedicho: nadie le negará haberlo intentado. Desde hace días las pasarelas elevadas recorren San Marco por miedo al 'acqua alta', aunque una tirita no cura la herida, así que implantó un sistema de compuertas móviles para cuando el Adriático sale de caza, y un protocolo de alertas, y reforzó diques, y rediseñó canales... Me pregunto si a la vista de los hechos, del cúmulo de ineptitudes delatadas por la enésima tragedia, podemos decir lo mismo de Valencia. Que lo intentó. Y que el Estado al que pertenece la ayudó.

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