Era una de esas mañanas llenas de luz que sólo la primavera romana puede brindar. La Plaza de San Pedro, engalanada con flores rojas, amarillas ... y blancas, estaba llena de gente y plena de hermosura en este domingo de Pascua. La cámara de TV se detiene en los rostros alegres de los peregrinos; en la anciana religiosa que mira expectante al balcón de la basílica, esperando ver de un momento a otro, la figura encorvada del papa; en la joven radiante de felicidad con un rosario en sus manos; en el seminarista que no puede contener las lágrimas; en la joven madre que sonriente sostiene a su hijo en su regazo. De repente, aparece el papa, en el balcón de la Basílica, sentado en su silla de ruedas, bendiciendo con gesto débil, con apenas un breve movimiento de sus manos. Nadie, en la engalanada plaza de San Pedro ni en los hogares de todo el mundo que presenciaban la escena en TV, podría sospechar que apenas veinte horas después el papa exhalaba su último aliento y entregaba su espíritu al Padre.
Hay muertes que resumen una vida entera. Y la del papa, ha sido una de ellas. Quiso estar con su pueblo hasta el último momento. Como Juan Pablo II hace veinte años, Francisco ha ofrecido al mundo sus últimas imágenes en un domingo de Pascua. Y como el Santo Padre polaco, ha culminado sus días bendiciendo, con voz casi inaudible, al santo pueblo de Dios. Francisco decía a los sacerdotes y obispos durante su pontificado, que los quería pastores con olor a oveja, que se mezclaran con el pueblo, que atendieran sus necesidades, que lo escucharan, que bajaran a la realidad doliente de sus vidas. Y así es como él se nos ha ido. Ha querido estar con su pueblo. Aquel pueblo al que pidió rezar por él, en un gesto nunca visto anteriormente, el día de su elección como papa. Aquel pueblo que ha amado hasta el extremo. Aquel pueblo, cuya realidad doliente, especialmente de los más pobres y descartados, ha querido mostrar al mundo y a la Iglesia para que se hagan cargo de él.
Desoyendo las advertencias médicas que le pedían una convalecencia tranquila, Francisco ha querido juntarse con el pueblo y morir con el pueblo. No ha perdido el contacto con él, sabiendo de su mal estado y consciente de la inconveniencia que ello podría suponer para su salud. Ha muerto bendiciendo. Subido al papamóvil ha mirado por última vez los rostros de la gente. Al salir del Arco de las Campanas hacia la plaza de San Pedro un grupo de personas como él, en sillas de ruedas, enfermas, discapacitadas, inmovilizadas por el sufrimiento, le esperaban. El papa ha empatizado con ellos, ha visto sus rostros, y los ha bendecido. El papamóvil transcurría lento por la plaza de San Pedro, los guardias vaticanos, imponentes, se apostaban a los laterales del coche, y el papa seguía bendiciendo y contemplando al pueblo. De vez en cuando mandaba parar el coche papal y algunas madres le ofrecían a sus hijos para que los bendijera. ¡Cómo recordaba esa escena a la de Jesús en los evangelios! Así, una, dos, tres... hasta seis veces. La mano débil del papa continuaba bendiciendo. Antes de entrar de nuevo en el Arco de las Campanas y de dar por finalizado el trayecto, el papamóvil se detiene. Un último gesto. El papa ha visto a un niño enfermo en brazos de su madre. La cámara, tímida y respetuosa, se aleja un instante, como esperando a ver qué va a ocurrir... Cuando la madre, con su hijo en brazos, llega ante el papa, la cámara vuelve a la escena principal y nos muestra al papa dando su última bendición, ante el misterio del dolor y del sufrimiento humano.
Apenas unos minutos antes, el maestro de ceremonias del Papa leía en su nombre la bendición Urbi et Orbi y pronunciaba estas palabras: «Hermanas y hermanos, especialmente ustedes que están sufriendo el dolor y la angustia, sus gritos silenciosos han sido escuchados, sus lágrimas han sido recogidas, ¡ni una sola se ha perdido! En la pasión y muerte de Jesús, Dios ha cargado sobre sí todo el mal del mundo y con su infinita misericordia lo ha vencido».
Así ha terminado su pontificado el papa Francisco, bendiciendo, enjugando las lágrimas de la gente que sufre, acercándose al dolor del pueblo y recordando que sólo Cristo puede hacer nuevas las cosas y es el fundamento de nuestra esperanza.
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