La dana detuvo el reloj en las casas de Tonica y Mónica
Los efectos de la dana aún son palpables un año después en muchas de las casas de Catarroja, sobre todo en las de personas mayores, cuya jubilación no les da para pagar la renovación
Rosana Ferrando
Valencia
Sábado, 25 de octubre 2025, 00:32
El agua llegó a casa de Tonica y Lalo sin pedir permiso. No perdieron su vida, por poco, pero sí todo lo que habían conseguido ... construir durante muchos años de esfuerzo antes de la jubilación. Empezar de nuevo, con más de 70 años a la espalda, no les ha sido sencillo, sobre todo porque no tenían seguro de hogar.
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Su cocina tiene un aspecto similar al que tenía pocos días después de la dana: unas maderas apuntaladas que sujetan un mármol tembloroso, una nevera donada y unas estanterías de hierro cubiertas con bolsas de basura que hacen de despensa. Todo ya está limpio, claro, pero las paredes no tienen baldosas ni pintura. Son solo una superficie lisa de cemento que suelta un polvillo que trae loca a Tonica. En la misma estancia tienen un sofá, también donado, al igual que la tele. Tardaron en adquirir estos dos objetos porque les parecía que todo lo demás era más urgente. «El resto está todo por hacer», se resigna la afectada.
Todo allí huele a espera. Los muebles, el suelo, las ventanas,: todo el material está comprado y almacenado en la entrada de la casa. Falta poner cada cosa en su lugar. Su objetivo es empezar la obra en tres meses, pero la historia siempre es la misma: «El dinero es el que marca los tiempos», dice Tonica.
La familia recuerda un invierno duro, porque la humedad se quedó atrapada en las paredes y se metía en los cuerpos. Ahora, miran al próximo con miedo. «Yo parecía un payaso, me ponía muchas capas para entrar en calor», cuenta Tonica. «Hacía más frío en casa que en la calle, era como si entraras en una nevera», describe Mónica, la hija del matrimonio jubilado. Ella vive en casa de sus padres desde la riada, con su hija Andrea, de 11 años. Comparten una habitación que ha sustituido la casa que ellas tenían en la misma calle y también quedó anegada por el agua.
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Durante meses, los cuatro miembros han vivido entre los restos de una casa y la burocracia. Con 15.000 euros que recibieron del gobierno y alguna aportación puntual de ONGs, apenas han podido pagar la puerta de entrada y los electrodomésticos básicos. Mónica no está preocupada por su casa, al tener trabajo, se ve capaz de elaborar un proyecto a futuro. El problema son sus padres, con la jubilación que perciben no pueden gastar más. Han llegado a recibir facturas de luz de 600 euros mensuales por el uso de los aparatos que secaron las humedades de la estructura.
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El agua no fue solo agua. Traía barro, basura, deshechos. «Si hubiese sido solo agua... no habría sido para tanto, pero el barro lo pudrió todo», explica Lalo, que fue albañil toda su vida y ahora usa sus conocimientos para arreglar lo que puede en su casa, la de su hija y las de muchos otros vecinos. «Durante los tres días que estuvimos atrapados porque una furgoneta taponaba la puerta de entrada, la mezcla de agua y tierra cubrió el suelo con una capa espesa que filtró en cada rincón, incluso atravesó el suelo de terrazo. La humedad lo devoró todo», se lamentan.
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La familia no solo perdió los enseres ahogados en el agua. Lo que se pudo salvar en la casa de Mónica fue robado. Aún recuerdan los gritos que increpaban a los ladrones que entraron en la casa de la madre de Andrea porque la puerta quedó abierta a causa del agua. Mientras, ellos estaban atrapados en la casa de los abuelos. Su supervivencia la garantizaron los vecinos que les acercaban la comida y remolcaron la furgoneta que taponaba la puerta. «Estaré siempre agradecida con ellos, nos salvaron la vida», recuerda entre llantos la matriarca.
Las heridas no fueron solo materiales. Lalo tiene una cicatriz en el dedo de un corte que tardó meses en curarse porque la infección se apoderó de él. La 'peque' también cogió un virus proveniente del barro. Sin embargo, lo que ahora queda es la secuela psicológica, el trauma. Tonica, agradece cada día que la corriente la llevara hasta la escalera donde su hija la salvó del agua que le llegaba por la cintura, pero no puede olvidar que vio la muerte ante ella y solo tuvo tiempo de despedirse de Dios. Es incapaz de recordarlo sin romper en llantos. «Esto nos ha deshecho la vida», sentencia entre lágrimas. La madre de Mónica recibe apoyo psicológico que le ayuda a superar la pérdida de lo que tardó en construir toda una vida.
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El barrio que rodea la casa es antitético. La fachada que enfrenta su casa sigue como el primer día. Nadie ha acudido a limpiarla y la maleza se cuela entre los huecos de la puerta. No obstante, la mayoría de fachadas están nuevas y relucientes, como si nunca les hubiese salpicado el agua. Pero, hay un denominador común en todas las calles: las de obras, sobre todo de casas de gente mayor, que no tienen la capacidad de resarcirse tan rápido como la gente que trabaja y han empezado las obras un año después.
El caso de Tonica, Lalo, Mónica y Andrea es similar al de muchos otros. En el suelo de su casa hay herramientas, cajas llenas de material y botes de pintura que aguardan para formar parte de una nueva casa, en la que ponen todas las esperanzas de una nueva vida, en la que esperan no verse sin ropa, juguetes o muebles.
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Ahora ya han recuperado la mayor parte de esos objetos, aunque no ha sido un proceso fácil. Mónica ha tenido que usar una moto donada y un coche de cuarta mano hasta que ha podido adquirir uno nuevo este verano. Para ella era indispensable poseer un vehículo para ir a los juzgados de Valencia a ejercer la abogacía.
Para Tonica, en cambio, ir a la capital ha sido más difícil. Tardó mucho en ir por primera vez después de la catástrofe. Lo ve como un mundo ajeno donde todo está milagrosamente intacto, mientras su familia vive en una casa que está «peor que en la guerra».
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Andrea, que cumplió once años hace menos de un mes, ha normalizado vivir en esas condiciones. Ella también ha tenido que cambiar su vida y dejar de ser tan niña durante unos meses. Volvió al colegio antes de Navidad, pero no al suyo, sino a otro que lo sustituía. Allí tenía 49 compañeros más en la clase y un solo profesor. Después de Navidad, su curso tuvo la suerte de recuperar la rutina en sus aulas, aunque los niños de infantil no pudieron, porque solían ocupar la planta baja del colegio. Ellos han podido volver este septiembre, para empezar el nuevo curso.
El agua se fue hace meses, pero dejó un rastro invisible. No solo en los afectados, también en los que fueron a ayudar de forma voluntaria. Mónica mantiene el contacto con los que colaboraron en su casa y en la de su madre. Recibe mensajes suyos cada vez que llueve. «La gente tiene mucho miedo a la lluvia y a que vuelva a pasar», expone.
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En la ventana, el sol entra débilmente e ilumina las paredes desconchadas. Lalo espera a que ese calor natural, un año después, acabe de secar los restos de agua que asegura que siguen bajo el suelo. Más allá de esas paredes, la gente sigue con su rutina diaria. Dentro, una familia lucha contra el lento avance de la resignación.
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