El príncipe, en una imagen del documental 'Royal Paintbox'.

El príncipe de los pinceles

Carlos de Inglaterra ha ganado ocho millones de euros con sus acuarelas, que según un crítico son «convencionales hasta el sopor»

CARLOS BENITO

Viernes, 5 de febrero 2016, 10:55

Dan ganas de escribir que el príncipe Carlos es el que más pinta en la familia real británica, pero ni siquiera en sentido literal está claro que eso sea cierto: también su padre, el duque de Edimburgo, es un apasionado de los pinceles que ha expuesto sus obras en alguna ocasión e incluso se ha atrevido a retratar a su esposa, con el miedo que tiene que dar una reacción negativa de la reina. Pero hay algo sobre lo que no parece haber discusión posible: el príncipe Carlos es el miembro del clan que más dinero ha ganado con sus cuadros. Mientras sigue esperando a asumir, pasada ya la edad de jubilación, el puesto para el que se ha estado preparando desde niño, el paciente Carlos se ha convertido sigilosamente en un artista cotizado: según el 'Telegraph', en los últimos veinte años ha ganado más de dos millones y medio de euros con las litografías de sus acuarelas vendidas en la tienda de su residencia oficial, y la cifra se dispara hasta acercarse a los ocho millones si se incluyen las ediciones limitadas que salieron al mercado a través de una galería.

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Carlos, hombre de costumbres, lleva pintando toda la vida, y sus biografías destacan esa afición en el capítulo de 'hobbies', junto al cultivo de su jardín orgánico y la disciplina tradicional del cuidado de los setos. Mientras que su padre prefiere el óleo, el príncipe de Gales se inclina por la acuarela, una técnica que siempre ha tenido gran arraigo entre las clases pudientes de Gran Bretaña: la mismísima reina Victoria era una competente acuarelista, que entretuvo su larga viudez pintando paisajes y datándolos con frases dramáticas como 'en el tercer año de mi desolación'. También Carlos se ha especializado en reproducir panorámicas del natural, aunque a veces acomete el bodegón o se lanza al ocasional arrebato abstracto. Además de las estampas de montaña, le entusiasma ofrecer sucesivas versiones de dos de las residencias de su familia, el castillo de Balmoral y el palacio de Sandringham. También le gusta acarrear sus bártulos en los viajes, de modo que en su producción aparecen rincones inesperados como el río Rufiji de Tanzania o la isla griega de Skorpios. Eso sí, a menudo las circunstancias le obligan a apresurarse: «Muchos de mis bocetos están bastante incompletos, porque se me agota el tiempo o porque, en lugares como Italia o Medio Oriente, me ha dado apuro tener a la Policía esperando demasiado rato», ha admitido.

Unas viviendas sociales

La crítica no se ha pronunciado muy a menudo sobre sus aptitudes, con una excepción ineludible. En 2013, después de que el príncipe seleccionase ciento treinta de sus obras para su propia galería 'online', el experto del 'Telegraph' respondió con la siguiente valoración: «No es que sean rotundamente malas. En algunos sentidos, son mejores de lo que yo esperaba. Pero son convencionales hasta inducir al sopor». A su juicio, Carlos «recrea una visión que ya han tenido otros», con obras «tan restringidas emocionalmente que dan ganas de sacudirle el brazo», y rebasa la frontera del ridículo en su fijación por los palacios: «Esa serie es tan vulgar que casi da risa. El príncipe Carlos vive en esos lugares. ¿Por qué quiere retratarlos exactamente igual que un aficionado al que nunca permitirían entrar? ¿Por qué no va y pinta unas pocas viviendas sociales?». El propio heredero, al valorar su arte, pendula entre las honduras existenciales -«nosotros nos vamos y nos despojamos de las ataduras mortales, pero esto permanece»- y los chispazos de humor tan característicos de su familia: de una de sus obras dijo que era bastante buena «si se miraba desde una distancia de unas cien yardas», es decir, a unos favorecedores noventa metros.

Los compradores han sido más generosos que la crítica. El príncipe jamás ha puesto a la venta uno de sus originales, pero a finales de los años 80 empezó a rentabilizar su afición con litografías firmadas que vendía a través de la galería londinense Belgravia: todavía quedan ejemplares de alguna de aquellas tiradas, a precios entre 15.000 y 20.000 euros. Más recientemente, se ha encargado él mismo de comercializarlas en la tienda de Highgrove House, su residencia oficial: una de sus últimas series de cien láminas, a 3.300 euros por ejemplar, se ha agotado en poco más de un año. Los expertos del Reino Unido destacan que los ingresos que Carlos obtiene del arte, destinados íntegramente a su fundación, lo sitúan entre la élite de los artistas vivos del país, y ya hay malas lenguas que le ven más posibilidades de pasar a la posteridad como acuarelista que como rey.

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