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El Descubridor
Jueves, 17 de abril 2025, 18:44
Intrigado por la newsletter donde Vicente Agudo detalla cada semana sus pistas, platos fetiche y otras recomendaciones siempre sabrosas, me preguntaba dónde me podría ... empujar por Valencia un plato antaño muy arraigado entre nosotros, aunque de raíz forastera, que hoy resulta más que difícil de localizar: el gazpacho. El gazpacho manchego, cumbre de esa clase de cocina heroica que nuestros abuelos (tal vez también sus padres) idearon para fortalecer las entrañas, darse un homenaje gustativo y acarrear con el resto de la jornada reforzado por ese plus de energía en forma de proteínas que este plato asegura. Agudo añoraba en efecto los días en que el gazpacho era una presencia más habitual en las mesas domésticas, se encontraba en las casas de comidas diestras en el arte de la gastronomía popular y era por lo tanto una referencia familiar que el paso del tiempo ha ido barriendo.
Prueba superada. Cuando participé de mi expedición a ese santuario de la cocina de siempre llamado Tamésis, alojado en el tramo inicial de avenida del Puerto, hubo quien se relamió de gusto y de envidia. También noté que mientras compartía mis intenciones de sentarme en una de esas mesas que los martes (y sólo los martes) ofrece semejante manjar, se quedaba con la mirada un poco ida, ensimismada. Su memoria viajaba a la velocidad de la luz hacia esos recodos de la infancia donde nos sumerge la cruda denominación del plato, que asociamos con instantes de dicha colectiva alrededor de un mantel. El gazpacho es un plato contundente, desde luego; muy sabroso, según pude apreciar; pero también representa un viaje al lejano tiempo en que quienes atendían mis explicaciones tenían como yo toda la vida por delante. Cuando la cuchara era una presencia menos insólita que hoy en nuestra cocina.
La desbordante presencia de comensales que me acompañaron el pasado martes en la ingesta de tan delicioso bocado atestigua que ese sentimiento de nostalgia anida en buen número de valencianos del ala senior. Son quienes tomaron asiento en las mesas coquetamente dispuestas por el local, esperaron su turno atacando otras de las muy recomendables golosinas que se ofrecen de entrantes (jugosas ensaladas, delicados boquerones) y la emprendieron acto seguido con las generosas raciones de gazpacho servidas según el canon: esto es, perfecto de punto de sal, abundante salsa para los adictos a untar (es mi caso: aquí el pan está por cierto estupendo) y con un detalle que los fans de este plato agradecen especialmente. A saber, que las carnes estén deshuesadas previamente.
Ese es un gesto que procura desde sus fogones la jefaza de esta cocina benemérita, a la sazón señora madre de don Emilio, que patronea la aconsejable barra (atención a su ajoarriero: quien lo prueba, repite) y las mesas con esa clase de eficacia muy profesional que antiguamente era también norma en nuestra hostelería y que empieza a ser tan rara de ver como el plato de gazpacho que nos dejó tan emocionados como agradecidos al anónimo autor de la receta. Un pastor, seguramente: que fue quien pensó que un puchero donde se mezclaran carnes de caza (vale la de pollo y conejo como fue nuestro caso, muy urbano) en un guiso condimentado con ajos, pimentón y pícaro toque de pebrela serviría para saciar el hambre y hacer tan felices a los comensales de ayer como a quienes hoy lo hemos descubierto.
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