Dime cómo te gusta el huevo frito y te diré quién eres
Aquí tienes un test de personalidad para identificar a gente que no deberías invitar a tu casa
Esta semana me dio por investigar un asunto crucial, un tema que debería estar en la agenda política de este santo país: cómo se come ... la gente el huevo frito. Nada une más que un huevo humeante… y nada separa más que ver cómo alguien lo arruina por completo. He preguntado a varios amigos sobre el tema y lo que he descubierto es que cada uno pertenece a una tribu huevística distinta, casi una secta. Pero de las simpáticas, no de las que te hacen vender tus cosas y mudarte al campo a comer bayas y raíces. Después de una semana preguntando aquí y allá he oído cosas que harían llorar a Steven Seagal. Pero tranquilo, no estás solo en este camino, yo te cogeré de la mano.
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Primero tenemos a los Adoradores de la Yema. Los reconocerás porque jamás usan pan y se comen la clara primero como quien aparta los muebles antes de ponerse a bailar en casa. Todo con una calma zen que roza la psicopatía. Y cuando ya han despejado el escenario llega la ceremonia final: se meten la yema entera en la boca y dejan que explote ahí dentro. Yo escucho esto y me dan ganas de aplaudir, de llamar a un terapeuta o de escribirles un documental para National Geographic. Esta gente vive la vida en formato clímax constante. Es feliz con poco y hasta es probable que si le das jamón del bueno se emocionen más que en su primera comunión.
Luego están los de la Cultura del Mejor Dos, donde los fríen siempre por pares. Porque uno es miseria y tres es exageración. Los hacen con entusiasmo, después los dejan en el plato flotando en una charca de aceite, y ahí, sin mediar palabra, los revientan con tenedor y cuchillo como si fueran Aragorn matando orcos. Y en lugar de sufrir por la carnicería que acaban de hacer se los comen felices, mojando pan sin pudor. Esta gente vive la vida al límite: siempre tienen un plan, nunca dicen que no a una cerveza y salen de las discotecas los últimos.
Y luego, en un universo paralelo, tenemos al más surrealista: el miembro honorario de la Hermandad del Huevo Reversible, que es el único grupo huevístico que justifica prácticas que bordean lo ilegal. Cuando terminan de freír el huevo, lo colocan en el plato dándole la vuelta -sí, en el plato, no en la sartén- y acto seguido lo mezclan todo con pan porque no soportan comer la yema sola. Este es el tipo de persona que usan fundas para los mandos de la tele, que no entienden la expresión improvisar y que seguro que tiene las especias ordenadas alfabéticamente.
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Y ya que estamos con el test de personalidad, es necesario hacer una mención a dos colectivos que viven peligrosamente: los que hacen el huevo a la plancha y los que, atención, le dan la vuelta en la sartén para cuajar la yema. Sólo de leerlo me entra la mala hostia. Los primeros viven en una especie de penitencia autoimpuesta, como si hubieran cometido un pecado mortal con el colesterol y lo estuvieran pagando con cada comida. Esa plancha triste, ese huevo sin puntilla, esa yema alicaída… pura depresión culinaria. Pero lo peor son los que voltean el huevo en la sartén para cometer un 'huevicidio'. Esa gente no busca cocinar. Temen que la yema líquida desborde en un orgasmo indescriptible y ponga patas arriba sus emociones. Necesitan que todo esté cuajado, seco y predecible. Es el equivalente gastronómico a llenar la casa de posavasos. Esta gente no acepta el caos y probablemente tampoco salgan de casa sin protector solar aunque estemos en enero. Si alguna vez te cruzas con alguno disimula y corre.
Ahora toca decirte cómo me gustan a mí. Primero, pon aceite en la sartén. No seas tacaño, que cubra el fondo con dignidad. Calienta hasta que el aceite empiece a insultarte, porque ese será el punto exacto. Entonces, con determinación absoluta, abres el huevo y lo dejas. Nada de dudar. Si lo haces, el huevo lo huele. Si sabe que tienes miedo estás jodido, así que mantente firme. El borde empieza a levantarse, crujiente, puntilloso, rebelde. La yema te observa perfecta. Déjala ahí, bailando con el aceite. Las cosas buenas requieren paciencia. Cuando esté a punto de llegar al momento álgido de erotismo gastronómico, con la espumadera le tiras un par de chorritos de aceite por encima para eliminar todo rastro de baba y lo sacas. Y ahí lo tienes: el huevo frito definitivo. El que une familias. El que cura esos martes de mierda. Después coge un trozo de pan y rompe la yema con el mismo cuidado con el que intentabas abrir la puerta de casa cuando llegabas de fiesta con más gintonics que conocimiento. Disfruta de ese primer bocado y no dejes que nadie arruine el momento. Es probable que llegues al orgasmo en plan Meg Ryan en 'Cuando Harry encontró a Sally'.
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El huevo frito es un test de personalidad. Lo haces como vives y lo comes como resuelves los problemas: de frente, rodeándolos o con discreción. Al final, después de escuchar a mis amigos y repasar todas estas teorías he llegado a una conclusión importante: no existe un huevo frito perfecto, sólo formas distintas de confesar quién eres en realidad. De todo este coñazo que te acabo de dar sólo debes quedarte con una cosa: desconfía de aquel que odie los huevos fritos, seguro que tiene a sus padres guardados en el congelador del sótano.
vagudo@lasprovincias.es
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