El aperitivo de los que saben vivir con migas en la camiseta
Ni grissini ni palitos de pan: los valencianos jugamos en primera división y adoramos las rosquilletas al mismo nivel que la paella
Hola, me llamo Vicente y soy adicto a las rosquilletas. Esta sería una magnífica presentación en el caso de que estuviera yendo a un grupo ... de terapia para abandonar este maravilloso vicio, pero no es el caso ni lo será. No pienso desengancharme. Desde que tengo uso de razón, bueno mejor dicho, desde que empecé a controlar los esfínteres, este aperitivo-merienda se ha incrustado en mi adn igual que el estribillo de un éxito del verano. Si entro a un horno mis ojos se ponen en modo escáner a rastrear en busca de rosquilletas. Una vez las diviso decido si las compro o no, porque no todas me valen. Nada de marcas conocidas ni ingredientes que pintan menos que Kim Jong-un en una biblioteca. Tampoco me gustan que sean todas iguales, ya que su irregularidad evidencia que han sido hechas a mano, lo que aporta una dosis extra de autenticidad. Si encima entre sus ingredientes están 'les llavoretes' el círculo se cierra y la compra está asegurada.
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La rosquilleta es un fondo de armario de los que no quedan; es como un pantalón vaquero, combina con todo. Da igual que delante tengas un café, una horchata, un fuet o un plato de jamón. También son perfectas para la tristeza de los domingos que se acaban o cuando aprieta esa hambre asesina y necesitas calmarla. Ha sido y es el combustible en muchos recreos y la merienda en las tardes de parque.
Mi infancia siempre ha estado rodeada de rosquilletas, pero había unas que, especialmente, adoraba, las que no llevaban levadura. Siempre que mi madre me mandaba al horno a por el pan me daba dinero de más porque sabía que iba a volver con un paquete…aunque ya por la mitad. Es lo que tiene enviarme a comprar cosas ricas, que nunca llegan a casa completas.
Hay aperitivos que intentan ser sanos, otros que se jactan de gourmet y luego están las rosquilletas, que no presumen de nada, pero que sabes que cuando abras la bolsa no hay dios que pueda pararte. No nacieron como un producto de marketing, sino que surgieron de los hornos de barrio y en los de los pueblos. Esos que se ponían en marcha a las dos de la madrugada con el panadero todavía medio dormido. Aparecieron como merienda humilde y resistente, ya que podían aguantar varios días en perfectas condiciones. Y todo ello sin conservantes. Nada que ver con lo de ahora. Sobre la década de los 60, algunas recetas pasaron de los hornos a la producción industrial. Empresas de la Comunitat comenzaron a envasarlas en serie, lo que multiplicó su presencia fuera de los establecimientos tradicionales y pasaron directamente a los lineales de los supermercados. Pero ya te digo yo, y ahí apostaría mi amado rallador Microplane, que nada tienen que ver con esas rosquilletas de los hornos de toda la vida.
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Desnudas ya están ricas, pero hay un ingrediente que las catapulta al éxtasis. Nada de moderneces de queso, pimentón, pipas, cacahuetes, chocolate o cereales pseudointegrales. Los valencianos vamos más allá y usamos 'llavoretes', o lo que es lo mismo, anís verde. Esos granos que los panaderos echan a puñados para nuestro deleite y que ahora nos saben a nostalgia.
¿Sabes qué es lo mejor de las rosquilletas? Pues que la receta está al mismo nivel que preparar un hervido, por lo menos la que a mí me ha funcionado tras mucho buscar por internet. En esta ocasión te vas a colocar el delantal pero no nos vamos a poner una copa de vino, porque las vas a hacer con tus hijos. Pilla boli y apunta los ingredientes: 360 gramos de harina de fuerza, 40 ml de aceite, 200 ml de agua tibia, 7 gramos de sal y 20 de levadura fresca. En un bol mezcla la harina con las 'llavoretes' y después echa el agua tibia en la que habrás disuelto la levadura. Recuerda la temperatura, porque si es muy alta todo se va a la mierda y les crearás un trauma a tus lechones. Ve mezclando la masa y después añade la sal. Cuando todo esté integrado hay que amasar unos diez minutos. Deja esta parte a tus hijos y les dices que es lo divertido. Cuando se le hayan dormido los brazos, entras tú a dar el último toque y te haces el experto aunque no tengas ni puta idea. Tapa bien la masa con film y déjala reposar hasta que doble su tamaño. Según la temperatura de tu cocina la cosa puede ir de una hora a dos.
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Ahora vas a volver a tu infancia en la guardería cuando la 'seño' te daba la plastilina. Coge la masa y ve haciendo pequeñas bolas para que tus hijos las vayan estirando. Avísales que tienen que quedar finas. Ve colocándolas en la bandeja sobre papel vegetal y deja que vuelvan a crecer. No las juntes mucho para que no se peguen, así que a lo mejor tendrás que hacer un par de tandas. Precalienta el horno a 225 y las metes durante 15 minutos. Ve mirando cómo van porque cada horno es diferente y no quiero que la cosa se fastidie al final. Cuando veas que están doradas y tu cocina huela a ese horno al que ibas de pequeño sácalas y deja que se enfríen sobre una rejilla. Es una advertencia inútil, porque ni tres guardias civiles van a poder pararte cuando te abalances sobre ellas.
Si decides que pasas de hacerlas, te voy a dar tres indicaciones donde las puedes comprar. A mí me encantaron. Uno es el horno de San Bartolomé, que está en la calle Duque de Calabria de Valencia. El otro se ubica en l'Eliana, en la calle Purísima y se llama Comes. El último fue un descubrimiento de esta semana. Me habían hablado de que en Torrent hay un par de sitios que valen la pena, así que fui para allá y me decanté por Pastelería Bollería Martí, en la calle Constitución. No me las esperaba así, tan finas. Las prefiero un poco más gordas, pero cuando las probé se convirtieron en pura adicción.
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Pues sí, querido lector, me llamo Vicente y soy un yonky de las rosquilletas tradicionales: crujientes, aireadas y con ese gusto final a 'llavoretes' que saben a infancia. Por este motivo me gustaría que me chivaras hornos donde merezca la pena peregrinar para comprarlas. Hay que dignificar este tipo de santuarios.
vagudo@lasprovincias.es
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