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Gustavo Santaolalla y 'The last of us' hechizan Valencia

El compositor, ganador de dos premios Oscar, ha actuado este sábado en el Palacio de Congresos

Antonio Badillo

Valencia

Domingo, 26 de octubre 2025, 01:14

La magia auténtica, blanca e inspiradora, no necesita el artificio de los conjuros. Cuando del ronroco convertido en chistera comenzaron a saltar arpegios, uno tras ... otro melancólicos, desapareció Santaolalla, el Palacio de Congresos incluso, hasta Valencia entera, y de pronto donde hubo músicos se pudo ver deambular a Joel y Ellie por su desfiladero entre la vida y la muerte; donde espectadores a Ennis y Jack, dos cowboys atrapados por el amor prohibido en las faldas de una montaña de Wyoming; donde tramoya a Brad Pitt enredado en su torre de Babel. Porque la música de Gustavo Santaolalla es magia, suena andina, a ratos country, se extiende hasta el infinito como la pampa bendita que lo parió, y todo ello lo pudo disfrutar este sábado Valencia, embelesada por el pentagrama de un compositor de película.

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De la mano de Big Star Music y Global Live, el templo de Norman Foster se dejó inundar por una concepción casi platónica de la música, en estado puro. Una sencilla puesta en escena, hombre, madera y cuerda, y un virtuosismo capaz de arrancar gemidos a la naturaleza muerta. Sentimientos, porque en las manos de Santaolalla el ronroco no suena sino siente.

Pero el ganador de dos Oscar no es un llanero solitario. Junto a él, un séquito de lujo, cuatro músicos colosales, Barbarita Palacios, Juan Luqui, Nicolás Rainone y Javier Cazalla, a los que presentó como «compañeros de vida», grandiosos y aun así sin manos suficientes para abarcar todos los instrumentos presentes sobre el escenario, del chelo al charango, de la viola a la armónica. Hasta un gong incorporado esa tarde a la troupe desde el hotel Meliá, como confesó el artista entre risas. Y tantos otros artilugios que la mirada profana es incapaz de identificar. Comandados todos ellos por un prodigioso violín e inmerso el conjunto en una semipenumbra apenas rota por los haces de luz que remachaban el envoltorio onírico.

Durante la hora larga que duró el concierto, el genio, llamemos ya a las cosas por su nombre, tiempo tuvo de batallar con el valenciano, siembra de la primera ovación. De expresar el cariño que le despierta España y la ilusión al pisar la última gran ciudad que le faltaba por conocer. De emocionar y emocionarse, imposible contar los besos lanzados al aire, el número de veces que su mano golpeó el corazón, conquistado y conquistador. «Hagamos este concierto juntos», había pedido. Y lo consiguió, al igual que convencer a su público de que la madera tiene alma, y la música conecta los instrumentos con el ser vivo que fueron.

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Santaolalla es zorro viejo, pero ha encontrado en la banda sonora de 'The last of us' el nexo con las nuevas generaciones. Por eso apenas con los primeros acordes llegó la piel de gallina, precedida por un «dale Gustavo» surgido de un patio de butacas entregado y donde abundaba el acento rioplatense. Concluido el espectáculo, aún quedaba lo mejor. Tras la primera aparición del telón, veinte minutos de bises y un duelo a muerte a diez manos: dos guitarras, un charango, el eterno ronroco y el portentoso violín, jaleados por las palmas como si Valencia fuera Viena y aquello el Concierto de Año Nuevo. Cerró el festín el hilo musical de 'Brokeback Mountain', no pensaría irse sin tocarla, inmejorable broche para una noche de magia.

Un abismo semántico distancia lo subliminal de lo sublime. Lo primero se escurre ante nuestros ojos, embelesados por el arrebato impetuoso de lo segundo. Subliminal es lo imperceptible, el susurro. O un arrullo, el que brota de las tripas del ronroco, ese primo elegante del charango, cuando las manos, más bien los dedos, inquietos, trepidantes, prestidigitadores, de Gustavo Santaolalla le arrancan la melancolía. Entonces llega la conexión, y lo subliminal se convierte en sublime. Desde la perspectiva musical, Valencia comienza a tener una carta de muchos tenedores. Sin dar la espalda a los productos procesados, la cultura de masas, oído uno oídos todos, queda también sitio para esas delicatessen dirigidas al deleite de los paladares más exquisitos. Como Santaolalla y su ronroco mágico.

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