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Alicia Alonso Efe

La danza pierde a Alicia Alonso, su diosa cubana

La legendaria bailarina y coreógrafa, el último mito del ballet clásico, falleció a los 98 años en La Habana | Debutó en 1931 y se consagró dotando de un aura caribeña a clásico como 'Giselle', 'Coppelia' o 'Carmen'

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Jueves, 17 de octubre 2019, 18:42

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«Yo bailo aquí, en mi mente». Lo repetía señalándose la frente con el dedo índice Alicia Alonso, la diosa cubana del ballet clásico que falleció este jueves, a los 98 años, en La Habana. «Se que soy el último mito vivo de la danza. Es una gran responsabilidad y tendría que durar doscientos años», decía esta legendaria bailarina y coreógrafa, autodenominada 'prima ballerina assoluta', que recorrió con su 'Giselle' todos los grandes teatros del mundo sin abandonar nunca definitivamente su Cuba natal. La ceguera que sufrió gran parte de su vida, y que la cirugía no pudo corregir, no limitó la energía, el talento y el férreo carácter de esta revolucionaria leyenda de la danza clásica que debutó en 1931 y colgó las zapatillas de punta en noviembre de 1995, a los 75 años, pero sin dejar jamás la docencia.

Alicia Ernestina de la Caridad del Cobre Martínez del Hoyo nació en La Habana el 21 de diciembre de 1920 para engrandecer la danza. Hija de padres españoles, la menor de cuatro hermanos, dio sus primeros pasos en la danza con nueve años. Debutó el 29 de diciembre de 1931 como dama de la corte en el 'Gran Vals' del ballet 'La bella durmiente' de Chaikovski. Se trasladó a los Estados Unidos para continuar su formación en la School of American Theatre y debutar en Broadway en 1938. Tuvo una larguísima y brillante carrera en la que combinó la más exquisita y exigente interpretación, el magisterio, la coreografía, y la dirección del Ballet Nacional de Cuba (BNC).

Su interpretación de 'Giselle' el personaje romántico de la campesina ingenua y engañada, en el que debutó 1943, es el emblema de su extenso repertorio. Lo paseó por el mundo durante más de medio siglo y con el se elevó a los altares del baile clásico. Después vendrían 'Coppelia', 'El lago de los cisnes', 'Carmen', 'La bella durmiente' y todos los demás grandes títulos del repertorio clásico que recreó en su «versión cubana».

Se la presentaba a veces como la gran dama cubana que vendió su alma a la Revolución del fallecido Fidel Castro sin dejar de codearse con reyes y poetas. Siempre agradeció el apoyo de Castro, quien hizo que su escuela, creada en 1948, tomara impulso. Fue la primera bailarina occidental en actuar en la extinta Unión Soviética y la primera americana que bailó con el Ballet del teatro Bolshoi de Moscú y el Kirov de San Petersburgo en 1957 y 1958. En el American Ballet trabajó con coreógrafos de la talla de Michel Fokine, George Balanchine, Léonide Massine, Bronislava Nijinska, Anthony Tudor, Jerome Robbins y Agnes de Mille. Tuvo como pareja a Ígor Yushkévich con quien sería estrella invitada en los Ballets Rusos en Montecarlo.

Pese a los ofrecimientos de dinero y fama, nunca quiso abandonar Cuba. Allí sostuvo la escuela que pilotó durante más seis décadas, una mezcla de ritmos y etnias que construyó un estilo inconfundible. «Doy a los jóvenes materiales emocionales y técnicos para su trabajo, trasmito lo que sé y me gusta. Me mantengo viva trabajando» se ufanaba. Su truco confeso para mantenerse en forma era «no pensar jamás en el pasado».

Físico portentoso

Cercana a los cien años, mantenía algo de su portentoso y esbelto físico de cuello y piernas larguísimas. Disciplinada y temperamental, como bailarina seducía a la audiencia con sus virtuosas piruetas. Como coreógrafa exigente, hacía repetir un y mil veces los movimientos a sus pupilos en busca de la perfección. A pesar de su fragilidad, hasta casi el final de sus días Alonso era un ciclón que taconeaba fuerte ante su alumnos y daba con severidad órdenes a sus bailarines. La ceguera no le impidió seguir bailando y siendo después la guía absoluta de la danza clásica en Cuba. Seguía dirigiendo formalmente la compañía, aunque con el apoyo como subdirectora de la bailarina Viengsay Valdés, que tomaba ya las decisiones artísticas siendo fiel al espíritu de Alonso.

«Ser el último mito vivo de la danza me hace vivir y comprender que me tengo que apurar para trasmitir mi experiencia. Y eso que aprendo cada día de la vida, de los jóvenes bailarines, de cualquier persona, porque la vida es aprendizaje», decía. «La vida no deja de darte ideas», declaraba en uno de sus últimas visitas a España.

Coqueta hasta el final, sobrada de labia para escabullirse de las «preguntas políticas», solía comparecer ante la prensa con aparatosos atuendos, bien con una pamela rosa de paja, traje de chaqueta de seda a juego, collar de perlas de tres vueltas y con sus sempiternas gafas oscuras de adornos dorados.

Acumuló distinciones y reconocimientos como el premio Anna Pávlova de la Universidad de la Danza de París, el cargo de Embajadora de Buena Voluntad de la UNESCO, la condecoración francesa de Oficial de la Legión de Honor y la Encomienda de la Orden Isabel la Católica, otorgada por el Rey de España Juan Carlos I.

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