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El viajero que se ponga al volante, surque la autopista en dirección a Pedreguer y tropiece entre un mar de urbanizaciones con la maravilla llamada ... Jardín de la Albarda hará bien en concluir según traspase la cancela de entrada que acaba de ingresar en el paraíso, que no se enclava en la lejana Mesopotamia bíblica que asistió a las andanzas de Adán y Eva. Es un espacio de sobrecogedora belleza, emboscado en medio de la nada, donde en efecto reside este paraíso que dista apenas una hora en coche de Valencia que merece desde luego la visita desde su mismo acceso: a la entrada, una especie de túnel vegetal formado por los miles de ejemplares de árboles que aquí habitan acompaña sus pasos en dirección a la casa donde aguarda el genio que frotó hace décadas su lámpara y construyó este inigualable espacio; se llama Enrique Montoliú y su historia es tan increíble como la hermosura de sus posesiones.
Como el sendero va ascendiendo lentamente, su morada va surgiendo ante los admirados ojos del visitante como si fuera un sueño. Y, en efecto, esa palabra servirá para definir muy bien el resto del recorrido. A mitad entre la realidad y la fantasía, el Jardín de la Albarda (llamado así en honor a los montes cercanos que dibujan tal forma) transporta a quien pasee por sus bien cuidados parterres, sus mimados rincones y su delicada arquitectura (que juega por cierto un papel fundamental para entender todo este impresionante enclave) como si caminara entre nubes. Es un jardín y es también una burbuja, un oasis. Una isla de quietud y hermosura que conspira contra la fealdad ambiente, tan cercana y cotidiana. El sueño, en efecto, que Montoliu forjó un día de los años 90 medio por casualidad.
¿Cómo nace el Jardín de la Albarda? Su ideólogo lo acaba de mencionar. Teniendo muy presente el azar, la buena suerte. Montoliú, un empresario valenciano que hizo fortuna con sus negocios, buscaba por este entorno y otros más alejados (Bétera, incluso) un espacio donde construir lo que bullía en su incombustible cabeza, que también hoy no deja de imaginar e imaginar a sus estupendamente llevados 77 años. Pensaba crear su paraíso particular cuando aún no sabía que eso sería el resultado de sus desvelos por la zona de Jávea, donde había veraneado de crío con sus padres. «Buscaba regresar adonde había sido feliz en la infancia», suspira mientras relata su increíble historia en su no menos increíble casa, que edificó vestida en rojo pompeyano según el canon de Palladio… cuando aún no había conocido siquiera la obra de genio italiano. Por cierto, que la mención a Italia será recurrente durante toda la charla y el paseo subsiguiente: su creación palpita en la misma longitud de onda que tantas creaciones del país de Dante, de modo que el Jardín de la Albarda debe entenderse desde un doble punto de vista. Imbricado en una corriente que hermana este punto de España con su hermano mediterráneo y, desde luego, como un homenaje a la tradición valenciana. El amor a las raíces se aviva en cada rincón de su casa, igual que sugiere un itinerario muy particular, de profunda devoción hacia lo autóctono, cuando se camina por sus senderos o se aspira el aroma de los naranjos en flor. Esa explosión de olores que será uno de los atributos dominantes durante el paseo que ya comienza.
Los 50.000 metros cuadrados que tutela Montoliú no son obra tanto de la casualidad sino de un metódico ejercicio plasmado cinco años después de que adquiriera este paraje, allá en 1990. Apenas un lustro después ya observó que la madre naturaleza funciona con sus propias reglas y él entendió el mensaje, condensado en una frase iluminadora. «Yo creo que el hábitat y la naturaleza lo perfecciona», dice. Un hábitat que se organiza según un principio doble: por un lado, este es un jardín perfectamente ordenado, pero sin el punto cartesiano que es propio de otras culturas (la francesa: pensemos en Versalles), que también se rige por el tono alborotado, a ratos incluso asilvestrados, que domina en otros rincones. El jardín hay un momento, durante el paseo guiado por su promotor, en que se convierte en bosque, casi selvático. Es un aliciente que dota de un encanto mayúsculo a la criatura de Montoliú: cuando triunfa el espíritu de la naturaleza reclamando lo que es suyo, aunque siempre gobernada por la mano invisible de su propietario, a quien ayudan en la tarea cuatro jardineros. El resultado es un impresionante itinerario de alta riqueza ambiental impregnado del sello de su autor: un tributo a la cultura del Renacimiento.
En el principio, el Jardín de las Albardas era un espacio más contenido, de 20.000 hectáreas, que fue creciendo de modo orgánico mediante adquisiciones de parcelas vecinas. «Compramos terrenos y los damos en custodia a organizaciones ecologistas», explica Montoliú, quien se había percatado de las enormes posibilidades que distinguía a su creación mediante viajes iniciáticos en el arte del paisajismo («Se aprende viajando», afirma) que luego descodificó según su propia mentalidad: autodidacta en esta materia, todo este enorme territorio se ajusta a la idea fundacional, luego matizada, de servir como materia de reflexión en torno a las bondades que nos dona la naturaleza y que el ser humano, a menudo, maltrata. «La naturaleza es nuestra madre y la que más gusto tiene: nunca es hortera», sonríe. «Los horteras somos los seres humanos», prosigue con su discurso, feliz de haber alcanzado cierta autosostenibilidad financiera. «Hace dos años que ya no perdemos dinero», observa. Hasta entonces, el Jardín se nutría de sus reservas económicas, según una estrategia que cede lo esencial de la gestión a una Fundación que se encargará también de ocuparse de este paraje cuando su dueño falte. Un modelo de organización que bebe además de las aportaciones de los patronos y de las distintas vetas de autofinanciación: sirve como escenario para conciertos, marco para fotógrafos (bodas y bautizos incluidos) y otras actividades que dotan de oxígeno a la cuenta de resultados… siempre coloniza por ese espíritu filantrópico con que nació, según una máxima que su creador reitera durante la visita: «Un jardín no se puede copiar».
De acuerdo con esa tesis, Montoliú se inspiró en modelos semejantes pero adaptó todo ese bagaje intelectual a su propia pretensión: alumbrar un espacio donde la naturaleza conviviera con la arquitectura, elemento distintivo de su creación. Templetes en azuelte valenciano y fuentes emparentadas con las que vio durante sus expediciones por Italia, suelos de mil formas y mil colores que traen hasta Pedreguer el eco lejano de Portugal y hasta de Brasil. Bancos corridos decorados con un primoroso trencadís y esa apoteosis llamada jardín árabe (siempre con un toque valenciano) que aguarda al final de un recorrido que se extiende durante hora y media pero que en realidad traslada al visitante hasta el infinito y más allá. La caminata se ha detenido en el formidable Umbracle, donde duermen las especies que necesitan protegerse de la luz del sol. Desde este punto Montoliú guía la caminata en sentido descendente, según una teoría de bancales que nutre de una sutil sensación de movimiento a cada zancada, hasta el coqueto estanque donde juegan los peces que ha ido empadronando en su propiedad: cae el agua como de un manantial, nacido como el resto de piezas de la cabeza de su promotor, para que se precipite sobre el hábitat de esta pintoresca fauna que bucea por otros piletas diseminadas por el jardín y nuestro cicerone apunta hacia la cueva situada en el ombligo de todo el conjunto. Dice que le gusta esconderse en ella para ver cómo se filtra el agua entre los rayos de sol y darse luego un chapuzó. Hay otro estanque, aún de mayor tamaño, al pie de su casa pero se trata de una antigua piscina que hoy cumple una función ornamental: una pareja de novios se retrata en uno de los bordes para la clásica imagen del álbum familiar. El paseo continúa.
El Jardín cuenta en todo su recorrido con esos elementos arquitectónicos que Montoliú emplea como hitos en su itinerario para recordar la raíz mediterránea de su creación. Uno de ellos llama especialmente la atención: un invernadero con forma de anfiteatro que corta la respiración. Es de una belleza arrebatada, deslumbrante, con las plantas y flores repartidas por los distintos niveles y una pileta donde nadan los peces y flotan las plantas acuáticas («Me acaban de traer estos nenúfares», señala) que justifica que cada visitante eche mano del móvil e inmortalice este encantador rincón. Las fotos en realidad son el denominador común del paseo: cada una supera a la anterior. Todas servirían para ilustrar un hipotético cartel que resuma este esplendoroso espacio. La esquina donde aguarda el mirto, la carrasca o alguna de las cincuenta variedades de palmera que acompañan nuestros pasos. Ese rincón donde anidan las diferentes plantas aromáticas (hay más de 700 especies: de la común lavanda al más raro boldo de la India) que salen a nuestro paso. El pasillo festoneado por un grupo de cipreses coquetamente podamos, vecinos de una encantadora parra virgen que cruza la fachada de la casa y de los ramilletes donde se contorsionan las hojas de acanto, de un verde cautivador. Un color que arranca de Montoliú esta atinada reflexión: «Cuando hablamos de verde, me río: no sabemos cuántas clases de verde hay». Preciosas coronillas, esbeltas araucarias, carrascas, laureles y mirtos que compiten en hermosura. La misteriosa clivia, el pícaro espino albar, la sabina que se retuerce desde la umbría en busca de sol. Jacarandas, glicinias y malvarrosas que enriquecen la paleta de colores comparten espacio con un majestuoso drago que certifica la magia del lugar: cada especie traía desde muy lejos se adapta al espacio y avala el propósito con que Montoliú lo organiza. Que parezca un sueño.
¿Resumen? Una obviedad: «Soy un privilegiado». Montoliú pronuncia estas tres palabras sin asomo de vanidad. Son la sencilla constatación de que vivir rodeado de semejante vergel, en medio del paraíso, encarna un lujo del que pocos seres humanos pueden presumir. El jardín ha forjado en él una personalidad a la vez inquieta y sensible, predispuesta a la magia que despide la caminata por sus posesiones, donde lo sobrenatural congenia con el objetivo de fondo: contribuir a la preservación de la naturaleza, lanzar un mensaje que puedan hacer suyos los más de 35.000 visitantes que ya recorrieron el paraje el año pasado, mitigar la falta de sensibilidad que detecta en la sociedad contemporánea.
Enrique Montoliú
Propietario del Jardín de la Albarda
Viajero incansable, peregrino de la belleza, jardinero homérico e intuitivo, en su discurso palpita una veta más bien sombría («La cultura va hacia abajo», sostiene) con la ilusión de que el Jardín de las Albardas proporcione materia para la esperanza. Arrullada su voz por el rumor del agua que proporciona una de tantas coquetas fuentes repartidas por sus dominios, ensimismado en la contemplación de la flora circundante («Mira esos helechos, qué preciosidad: la gente cree que son tropicales pero los traje del río Serpis de Gandia), despide a las visitas y se marcha por el mismo pasillo que da la bienvenida, por donde su figura se disuelve con esa misma callada elegancia con que pasea por su jardín, cuyas principales virtudes también adornan su estampa y su discurso: armonía, proporción y belleza. El paraíso.
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