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Donde da la vuelta el aire de la Historia

PEDRO PARICIO AUCEJO

Sábado, 11 de noviembre 2017, 08:37

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El proceso de secesión virtual de Cataluña no ha dejado indiferente a nadie. Desde su inicio en 2012, son numerosos los acontecimientos que, poco a poco, han ido jalonando los hitos establecidos por sus dirigentes. Sin embargo, fue la fecha de celebración del referéndum ilegal la que catalizó especialmente el desarrollo de una serie de trascendentales reacciones en cadena. Aunque son muchos los factores que rodearon la jornada del 1 de octubre, así como las inmediatamente precedentes y las posteriores, pondré mi atención ahora sólo en la eclosión de la pérdida del miedo al independentismo catalán por parte de la denominada ´sociedad silenciosa y silenciada´.

Ya el 30 de septiembre, miles de personas se manifestaron en ayuntamientos de todo el país -y especialmente en Barcelona- contra la celebración del referéndum y a favor de la unidad de España, el Estado de derecho y la Constitución. Lo mismo sucedió el 7 de octubre en más de cincuenta ciudades del territorio nacional. Volvió a ocurrir el 8 de octubre en el centro de la capital catalana, donde (por primera vez en cinco años de andadura del proceso soberanista y desbordando todas las expectativas) se movilizaron cientos de miles de ciudadanos. Y, en fin, el 12 de octubre, influidas sin duda por esta crisis, decenas de miles de personas se congregaron en el paseo de la Castellana de Madrid para presenciar el desfile del Día de la Fiesta Nacional de España, el de mayor asistencia de público en los últimos años.

Innumerables banderas españolas luciendo en las fachadas y en las manos de los manifestantes, aplausos continuos a las Fuerzas Armadas, voces de aliento y homenajes espontáneos a los miembros de la Guardia Civil y la Policía Nacional, gritos de ´yo soy español´... han conformado el escenario de este otoño en que millones de compatriotas han querido responder al desafío soberanista. Era la reacción de quienes, después de un quinquenio de ruptura confesa e incesante, sentían vértigo ante la inminente pérdida de la unidad nacional. Pero, sin menoscabo de las virtualidades encerradas en aquellos hechos -y para que no caigan en saco roto-, quiero indicar que esta efusión de patriotismo popular es necesaria pero insuficiente para afrontar cuestiones de este calado: baste recordar la advertencia aristotélica de que «una golondrina no hace verano».

Si se tiene en cuenta que una patria se configura o se desfigura cada jornada de la Historia y su destino está siempre en vilo, amenazado en cuanto flaquea la voluntad de quienes la integran, es claro que la participación en su patrimonio no puede darse solo en la excepcionalidad de los momentos extremos, ni en la actitud pasiva de quien recibe una herencia nada más que para disfrutarla. Precisa de una común disposición responsable en el cotidiano ejercicio cívico de salvaguarda de los intereses generales: es el «plebiscito de todos los días» del que hablaba Ernest Renan (1823-1892). Ahí es donde da la vuelta el aire de la Historia, porque nada se transforma ni se conserva en la vida pública si no cambia o se reafirma el carácter de sus participantes. Por ello, es triste el destino de los pueblos que, para actuar con sensatez, necesitan la trágica remoción del despojo.

El derecho y la obligación de intervenir en la vida nacional se hilvanan en las idas y venidas de la cotidianidad; en la tosquedad del cañamazo que arraiga el quehacer diario en el telar de la Historia, lejos de la exuberancia y el bullicio de lo extraordinario. Ahí es donde se curte la ciudadanía que da vida a cualquier nación: en el conocimiento histórico de su aportación a la marcha del mundo, de su acervo espiritual acumulado a lo largo del tiempo, de su grandeza y su decadencia, de sus posibilidades, esfuerzos y omisiones; en la inculcación de un espíritu comprometido con el cumplimiento de los deberes cívicos, de manera que forme a la ciudadanía -y no solo a sus gobernantes- en el interés por el patrimonio común de su sociedad; y, en fin, en su involucración en los distintos procesos sociales de representación: desde el asociacionismo de todo tipo (político, sindical, vecinal, cultural...) a la expresión de la libre opinión en los medios de comunicación, redes sociales y demás foros.

De esta forma se lograría que un mayor y más activo número de personas participara en la conformación de un orgánico armazón cívico, sin cuyo protagonismo no hay poder político sólido ni auténtica democracia. Lo que se necesita ahora es una influencia por capilaridad, de manera que, actuando individualmente cada ciudadano, se genere al mismo tiempo un efecto multitudinario que visualice la convicción de que cada uno desempeña un papel en el presente y en el futuro de su nación. Pero este objetivo exige, hoy por hoy, un cambio profundo en la cultura política de nuestra sociedad: el paso a la clara conciencia de que una nación, que es patrimonio universal -de todos sus integrantes- y personal -de cada uno-, sólo adquiere verdadero sentido cuando, además de ser construida para ellos, lo es con ellos y por ellos.

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