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BEATRIZ DE ZÚÑIGA
Miércoles, 27 de diciembre 2017, 10:41
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Reconozco que nunca he sido muy amante de los aeropuertos, aunque asumo que quizá sea por el respeto que le tengo a volar. Siempre me han parecido lugares tan útiles para unir como, dolorosamente, capaces de separar. Pero, durante las últimas jornadas, como cada año por estas afables fechas, esos enormes y fríos espacios han conseguido atiborrarse de amigos, parejas y familiares fundidos en calurosos abrazos. Mutando, incluso, a una especie de idílico escaparate de reencuentros y regresos añorados. De fondo, a ratos, entre el trajín de la gente y los nervios propios, parecían incluso entremezclarse los villancicos con la melodía del mítico anuncio del turrón. Y sólo los llantos y gritos de alegría, las risas y el rodar de los pesados equipajes cargados de ilusión, conseguían romper el sobrecogedor silencio de las inquietantes esperas vividas tras las puertas.
Pero, cuando todo este ajetreo navideño acabe, y sobre la mesa tan sólo queden las migajas del turrón, las luces, que tanto han brillado, de nuevo se extinguirán. Los reencuentros se tornarán despedidas y las maletas ya cerradas, tratarán, dificultosamente, de volver a rodar. Retornarán los llantos y abrazos, pero ahora nublados de impotencia y dolor. Se abrirán, de nuevo, las malditas puertas de embarque. Y quizá esta vez -por la situación política- muchos deban facturar sobrepeso de incerteza. Algunos se irán por interés personal, pero la mayoría lo harán por proyección laboral. Remei se mudará a Edimburgo. Jessica volverá a Pekín para poder trabajar y José hará lo propio en París. Nuestros familiares y amigos, aquellos que se fueron por la crisis con escasos veinte años y un título recién impreso bajo el brazo, nuevamente se marcharán, pero ahora con más pesar. Y con la esperanza de que alguien les diga que algún día, de verdad, volverán.
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