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Virtudes domésticas

Virtudes domésticas

JOSE SALCEDO GONZÁLEZ

Lunes, 18 de marzo 2019, 09:05

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Carl G. Jung, psicoanalista y colaborador de Freud decía que «el encuentro de dos personas es como el contacto entre dos sustancias químicas: si se produce una reacción, las dos se transforman». Uno de los anhelos más importantes del hombre es compartir la vida con un semejante. Este enlace radiante, forma la familia, institución humana por excelencia donde se cobijan afectos esenciales, establecemos la relación íntima con el ser amado y desarrollamos valores magnánimos como la generosidad, la abnegación, el apoyo mutuo o la protección. Pero la familia también puede albergar actitudes egoístas, suspicaces o incluso violentas que pueden desencadenar la ruptura. Deshacer un vínculo afectivo que un día se oficializó pletóricamente, tras una devaluación de la admiración o la confianza supone, en muchos casos, un menoscabo de la autoestima además de un reto su reparación. Si bien es cierto, que la separación brinda una ocasión para que ambas personas encuentren otra oportunidad de ser felices.

Cada historia de amor es singular y su final incierto. Se inicia con una desaforada atracción física y admiración, que paulatinamente se apacigua. El tiempo y la convivencia, rebelan la verdadera personalidad del otro y someten a constante y profundo examen la relación. Como señala L. Rojas Marcos en La pareja rota, «el destino del amor depende de muchos factores, desde el temperamento y el carácter de los enamorados hasta su capacidad para la tolerancia, para pasar por alto o para perdonar».

Un paradigmático y legendario motivo de desdicha sentimental es la infidelidad. Tradicionalmente enmascarada como una actitud libre o justificada por vetustas y cuestionables teorías antropológicas o genéticas, el infiel es realmente esclavo de sus pasiones. Las pasiones cuando transmiten un bien al prójimo son nobles, pero cuando socavan los sentimientos del otro son maliciosas y egocéntricas. La infidelidad dilapida la confianza y vislumbra rasgos de inmadurez. Personalidades narcisistas y hedonistas, representativas de la sociedad contemporánea, encajan en el perfil del infiel, que desprecia el valor del pacto con el otro. No contribuye a la virtud de la fidelidad y mucho menos al de verdadero sentido de familia los nuevos modelos de relaciones, que en muchos casos se ausentan del juzgado o el altar. Está vigente el nomadismo sentimental, amores nerviosos, con puerta de emergencia, sin transcendentalismos. Por otro lado, internet o la televisión, bebederos culturales de nuestro tiempo, ofrecen escasa pedagogía sentimental, ya que sugieren relaciones que nada tienen que ver con un modelo de unión respetuoso. Además el acceso sencillo a la pornografía, supone una peligrosísima fuente de incultura sexual.

Pero sobretodo, uno de los retos importantes a los que se enfrentan los matrimonios es la convivencia. En ella confluyen intereses personales, costumbres antagónicas arrastradas de los hogares de procedencia y debilidades de carácter que originan desencantos que minan la ilusión inicial. La crítica o recitación constante de la lista de agravios, los celos, la envidia, el poder o tarea doméstica desequilibrada, la intromisión de familias políticas o la erosión de la seducción dinamitan progresivamente la admiración hasta el punto de llegar a transformar de manera inverosímil unos sentimientos de deslumbramiento o éxtasis en otros de resentimiento o hastío.

La descendencia presupone un nexo que fortalece la relación, sin embargo, puede ser un factor de crisis. Los hijos implican incómodos desvelos que roban la energía y el tiempo recíproco. Lindan las aspiraciones profesionales, sociales, culturales o lúdicas. La prole conlleva una ardua y muchas veces dolorosa tarea educadora que no siempre es consensuada por los progenitores y que puede congruentemente derivar en problemas. Los hijos de padres divorciados se enfrentan a sensaciones desconocidas. Los más pequeños experimentan confusión, inseguridad e incluso miedo. Los mayores lo asumen con resignación o rebeldía. Lo que parece claro, es que resulta más beneficioso que sus padres, encuentren estabilidad emocional y felicidad con otra persona, que convivir en un hogar crispado.

La familia es depositaria de las virtudes humanas más sinceras. Virtudes domésticas que fueron enraizadas esencialmente desde el matrimonio religioso y que se fomentaron a través de los cada vez menos importantes y casi burocráticos cursos prematrimoniales. El nihilismo preponderante estigmatiza estas virtudes como bondades religiosas algo desfasadas. La fidelidad, el respeto, el perdón, la humildad, la generosidad, la escucha, el servicio, el orden, la responsabilidad paterno filial, la economía responsable, el apoyo en la debilidad, la espiritualidad, el acompañamiento en la enfermedad o el sexo concebido como expresión sincera del amor dan sentido a la familia. El matrimonio longevo ha sabido aceptar los retos que la vida, los tiempos, los hijos y la vulnerabilidad humana le han planteado, como un honesto y ¿por qué no?, sobrenatural respeto a su alianza. El convencimiento ingenuo de que el otro es portador de todos los ideales domésticos augura decepciones. La admiración y la confianza se trabajan diariamente con voluntad, que es la que argumenta nuestra vida y renueva las relaciones dotándolas de sentido y eternidad. Jalil Gibran apuntaba en 'El profeta', «cuando el amor te llame, síguelo. Aunque te lleve por senderos arduos y empinados. Y cuando extienda sus alas, déjate llevar. Aunque la espada escondida entre sus plumas te pueda herir».

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