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Todavía conocí cuando niño aquellas bodas donde los invitados acudían para zampar con frenesí pantagruélico. Una boda sólo alcanzaba la unánime aprobación si el personal comentaba la gran cantidad de platos servidos. Importaba la cantidad, no tanto la calidad de los alimentos. Reptaba en aquella España postfranquista de recién estrenada democracia la sombra del hambre padecida durante la guerra civil y los difíciles años posteriores. En tales bacanales solía fijarme mucho en los mayores. Cómo mordían la carne, el pescado. Con qué placer se cascaban entre pecho y espalda aquellas tartas regadas con whisky. Comían un poco por venganza, para vengarse de los malos tiempos aunque también para atesorar calorías por si el futuro les deparaba otra tragedia. No perdonaban ni la sospechosa loncha de mortadela de los entremeses variados ni la inverosímil salsa rojiza del coctail de gambas. Una vez a un abuelo, se conoce que de la emoción, se le cayó la dentadura postiza sobre el plato de un entrecot algo socarrado, lo que provocó una barahúnda considerable de carcajadas. Imposible olvidar aquella boda, claro. No sé si fue durante aquellos momentos cuando fermenté mi aversión hacia las bodas. Me quitaban las ganas de masticar, porque rodeado de tantas mandíbulas trabajando a pleno rendimiento en medio de un ceremonial tirando a postizo me atrapaba una extraña, indigesta tristeza. Disipado el fantasma del hambre en el primer mundo seguimos comiendo barbaridades y, tal que así, calculan que para el 2030 seremos una sociedad hiperpoblada de gordos. Y lo peor es que hemos regresado a lo que podríamos denominar como menú de boda ochentera; esto es, nos saciaremos de porquerías. La mala alimentación causa más muertes que el tabaco, pero con las mierdas que emponzoñan la panza no dan tanto la vara.

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