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Seguir las modas sin plantearse alternativas erradica la personalidad de la gente, representa un gran negocio para unos listos tripones parapetados tras el anonimato de sus despachos y, además, cuando esa moda puede afectar nuestra salud física o mental, supone un peligro para las mentes en formación, para las seseras más esponjosas, o sea para la gente de poca edad que se traga cualquier anzuelo repetido en las alcantarillas de las redes sociales. La hija de un conocido tiene doce años doce y ya es vegetariana profesional, estricta, militante. Las normas más elementales de la nutrición indican que, a esas edades en las cuales el cuerpo estalla en carruseles hormonales, estirones cómicos y moléculas en permanente colisión porque andan calibrando el cuerpo, si renuncias a ciertos alimentos asumes riesgos innecesarios. Si un adulto opta por la religión vegetariana o el dogma vegano, perfecto, allá él, para eso estamos ante alguien que ya no crecerá en altura y que, en principio, dispone de sobrada información para elegir su dieta. ¿Pero una criatura de doce años doce? Sus padres padecen un disgusto atroz pero la niña no atiende razones. Se ha convertido al vegetarianismo porque busca su lugar en el mundo, por el incesante rumor de campañas absurdas que nos sacuden a diario, porque mola, porque se siente estupenda frente a la carca tribu de carnívoros y, claro, porque le han lavado el tarro algunas amistades y, cómo no, ciertos foros. Mastica vegetales, en definitiva, porque está de moda y de paso ingerir verde le otorga marchamo rebelde. «Espero que se le olvide esta tontería cuando le llegue la edad del botellón...», se lamentó la madre. La litrona y el calimocho quemaron bastantes neuronas, es verdad, pero algunas nuevas modas convierten cierta chavalería impresionable en vegetales insípidos.

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