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Al final los datos son tozudos y se imponen, sólo así se explica la admiración que por fin sentimos hacia Portugal, nuestro vecino. Durante lustros les miramos con la estúpida condescendencia de ese pariente rico y algo hortera que acude a una boda luciendo un viejo reloj chapado en oro como símbolo de esplendor. Sólo que nosotros no somos el pariente rico, sino ese elemento de la parentela que ignora, en su soberbia, su condición de arruinado.

Portugal funciona. Lo ha demostrado en la crisis pandémica pero ya hace tiempo que demostró pericia a la hora de aplicar medidas que vigorizaron su esqueleto, su musculatura. Sin grandes alardes se lo montaron como ese aplicado estudiante sensato que, en vez de empollar a lo bestia dos días antes del examen, atragantado de café y espeso de ojeras, repasa un rato todas las jornadas los apuntes cuando se encierra en la habitación para así llegar fresco a la prueba y lograr una excelente nota. Mandan los socialistas, aquí al lado. Pero a unos socialistas tan pragmáticos y serios, alejados de la fanfarria propagandística, de la palabrería hueca repleta de neolengua y del postureo de red social, yo mismo les votaba la mar de feliz. Porque la clave reside en la gestión. O se gestiona óptimo o se gestiona pésimo. No importa el color del partido, lo que prima es la manera de gobernar y nuestro vecino lo tiene claro. Observen sus leyes fiscales y comprobarán que no asesinan a los ciudadanos a base de hachazos impositivos. En este sentido son bondadosos y, de ese modo, han conseguido una maná de inversiones y personas de altas rentas que les escogen para vivir allí cuando suena el clarín de su jubilación. En Portugal trabajan por el bien común y no pierden energías discutiendo sobre una trifulca catódica entre dos mitos, Jorge y Belén, del entretenimiento. Qué envidia.

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