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Ryoji Iwata
¿Qué valores de Occidente no corren riesgo?

¿Qué valores de Occidente no corren riesgo?

PEDRO PARICIO AUCEJO

Sábado, 27 de julio 2019, 08:30

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La contemporaneidad histórica permite explicar en primera persona todo aquello que sucede y ajustar su paso al de cada una de las etapas de nuestra vida. Tres son los órdenes mundiales que he conocido hasta el momento. El primero -que experimenté durante mi infancia y juventud- se caracterizó por la bipolaridad de su coyuntura, en la que, terminada la Segunda Guerra Mundial, los Estados Unidos y la Unión Soviética compitieron como potencias globales en el período de la denominada Guerra Fría. Mientras que una ostentaba la hegemonía del capitalismo y la democracia representativa en Occidente, la otra representaba su alternativa ideológica, económica y política. El equilibrio del terror y la doctrina de la destrucción mutua hicieron imposible la confrontación directa, pero se coexistió en una lucha sin fin por la redefinición de los espacios estratégicos de cada uno de los bloques.

Todo este orden desapareció -ya en mi madurez- al caer el Muro de Berlín en 1989 y tras el desmoronamiento de la Unión Soviética en 1991. Se pasó entonces efímeramente a un supuesto mundo unipolar con liderazgo occidental, que, en razón del nuevo protagonismo ostentado por China, pronto se demostró inexistente. Ahora -cuando me encuentro ya en la tercera edad de mi vida- se vislumbra por buena parte de los analistas un orden mundial según el cual China relevaría a Estados Unidos en el concierto global de las naciones, de modo que un Oriente pujante sucedería a un Occidente hipotecado por las dudas políticas y la debilidad económica. Este paradigma sería el resultado de la evolución de unas relaciones internacionales que configuran un escenario cambiante y frágil.

De un lado, desde la llegada del actual presidente de los Estados Unidos se advierte en este país una actitud aislacionista -opuesta a la tradicional política exterior de la gran potencia norteamericana-, cuya repercusión en nuestro continente es potenciada por la trascendente decisión del Reino Unido de salir de la Unión Europea, un ente político debilitado además por su conflicto de identidad y su discutible gestión de la crisis del euro. A su vez, Rusia -que no ostenta el liderazgo global ejercido durante décadas por la Unión Soviética- juega eficazmente las cartas de que dispone para recuperar parte de su antigua influencia y muestra su voluntad de ser una potencia mundial limitada. Por otra parte, el mundo árabe-musulmán se desgarra en guerras sectarias que han provocado la división de sus grandes potencias regionales en bandos irreconciliables. Es, sin embargo, China la que lleva actualmente las de ganar en este tablero del poder: la profundización cualitativa en su estrategia por consolidarse como la superpotencia global de esta primera mitad de siglo evidencia cada vez más el calado de sus ambiciones exteriores.

Es este panorama el que, según el exministro español de Asuntos Exteriores Josep Piqué (1955), permite hablar de un nuevo equilibrio global, formado por la convivencia de la pujanza económica y demográfica asiática con los actuales valores occidentales, de modo que no se presentaría ya la clásica sustitución conflictiva de una potencia decadente por otra emergente, sino la convergencia sintética de ciertos rasgos de ambas. En su último libro, 'El mundo que nos viene', augura la existencia de un planeta cada vez menos occidental en su centro de gravedad, pero cuya evolución giraría sobre la base de muchos de sus valores distintivos, que seguirían impregnando una buena parte de la agenda internacional: aspiraciones de democracia, libertad e igualdad, defensa del Estado de Derecho, seguridad jurídica, respeto a los derechos humanos, supremacía del libre mercado...

Aun en el supuesto de que fuera cierto el planteamiento propuesto en ese ensayo, y dando por segura la continuidad de dichos valores occidentales -a pesar de que algunos de ellos están actualmente en crisis en muchos países-, cabe hacerse una pregunta decisiva: ¿su salvaguarda garantiza también la pervivencia de los valores morales que los sustentan y que han conformado históricamente la identidad de Occidente? Ante la coyuntura presente dominada por la volatilidad y la incertidumbre, pero en la que el mundo occidental sigue siendo polo indiscutible de atracción para el resto de la humanidad, ¿no se hace todavía más necesaria la defensa de unos principios que, no siendo patrimonio exclusivo de Occidente, poseen validez universal para toda sociedad?

¿Acaso no resultan actuales estas palabras de Edith Stein (1891-1942): «En la gran masa existe hoy un desgarro interior, una carencia total de convicciones seguras y de fundamentos sólidos, un dejarse llevar sin rumbo y, como resultado de la insatisfacción de semejante existencia, una embriaguez en placeres cada vez más nuevos y refinados»? Para paliar esta patología de nuestra época y poder afrontar los múltiples retos del presente y del futuro, se requiere una terapia que asegure la pervivencia de algo que vale más que los avances sociales, económicos y políticos: los valores del espíritu. Sin ellos no es viable una existencia digna que, transformando internamente a la persona, favorezca el auténtico progreso de los pueblos y evite los afanes perturbadores de la vida pública y privada. ¡Estos son los valores que, en Oriente y Occidente, corren hoy un verdadero riesgo!

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