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El otro día, conduciendo por la A-6, vi a lo lejos la cruz del Valle de los Caídos y varios coches tomando el desvío que conduce hasta allí. Pensé entonces en las noticias que advierten de un aumento considerable en las visitas: casi un 50% más en algunos momentos, según Patrimonio Nacional, desde que se dio a conocer la posible exhumación de Franco. Viendo los coches domingueros, estuve tentada de acercarme, pero pensé ¿para qué? Es cierto que los periodistas siempre queremos estar donde está la noticia y estos días está en ese valle que impresiona y entristece a partes iguales cuando se ve a lo lejos. Sin embargo, no encontré respuesta a la pregunta, sobre todo, cuando nada me une emocional ni intelectualmente a aquello.

Solo he visitado la basílica en una ocasión y debía de ser muy pequeña porque lo único que recuerdo era el miedo que me daban las enormes estatuas a los pies de la cruz. No recuerdo la tumba de Franco ni la de José Antonio ni ningún símbolo que me hablara de un tiempo que apenas conocí. Mi único recuerdo de la propaganda del régimen fue el sacrificio del general Moscardó en el Alcázar de Toledo. Aquello me estremeció de niña y no quisiera volver a escucharlo. Como no quisiera volver a visitar un lugar que encontré tétrico y terrible. Entiendo, pues, que se evite la presencia del dictador en un espacio que debería ser memoria de la fractura de España, no del triunfo de unos sobre otros. Una memoria que nos obligue a no repetir lo sucedido. Pero eso no puede lograrse desde el enfrentamiento artificial, ni usando el recuerdo para enemistar a unos españoles contra otros. Cuelgamuros, ahora más que nunca, debería ser signo de reconciliación y antídoto del fratricidio, pero de momento lo único que está consiguiendo es aventar los rescoldos que creíamos apagados.

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