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Lo de menos es el valor práctico de una medida anunciada como parte de una nueva reforma educativa -¡otra!- que promueve un Gobierno tan endeble y maniatado por nacionalistas y populistas que probablemente será incapaz de sacarla adelante. Lo realmente importante de las declaraciones de la ministra Celaá -partidaria de conceder el título de Bachillerato a un alumno con una asignatura pendiente para no bajarle «la autoestima»- es el mensaje que se lanza a la sociedad, la nueva renuncia a la búsqueda de la excelencia, la enésima e irritante apuesta por una vía muerta que únicamente conduce al fracaso y a la frustración. La teoría es conocida: no hagamos exámenes para que no se estresen los estudiantes y para no fomentar una competitividad excesiva y deshumanizadora, no pongamos calificaciones (sobresaliente, notable, aprobado, suspenso) para que nadie se frustre, y dejemos que todos pasen de curso y nadie repita para evitar el abandono escolar y así conseguir que se acaben enganchando al sistema. El resultado de todas estas innovaciones pedagógicas y de algunas otras introducidas por las sucesivas leyes de enseñanza ya se está viendo: casi el 10% de las más de 20.000 plazas de profesor de Secundaria y FP que se sacaron a oferta pública de empleo en las recientes oposiciones quedaron vacantes por faltas de ortografía de los aspirantes a un puesto de docente. España es una democracia avanzada, por más que los independentistas catalanes y sus amigos podemistas intenten desacreditarla. Un país con la mayor red de alta velocidad de toda Europa, con unas infraestructuras superiores a las de la mayor parte de los países de su entorno, con una sanidad pública ejemplar, con una notable eficacia policial pese a su escasez de medios, líder en turismo, en trasplantes... pero con una asignatura pendiente que se llama educación. Porque entre los vaivenes legislativos, la dictadura implantada por los educadores partidarios de no estresar, no castigar, no calificar y no suspender, y la nefasta influencia que los recientes casos de los políticos y sus másteres y doctorados de mentira ha tenido entre los jóvenes, la sensación que queda, lo que de verdad se transmite a las nuevas generaciones, es que en realidad no importa lo que hagan, lo que estudien, porque nada vale nada. Los títulos académicos son de broma, los aprobados se obtienen sin esfuerzo o directamente se compran y se venden, los exámenes y el propio estudio (especialmente el ejercicio de la memoria) son despreciados porque lo único que cuenta es la presencia, ser un número más en la estadística de alumnos matriculados. Y todo ello amparado y promovido por quien tendría que procurar todo lo contrario, es decir, por el Gobierno de España.

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