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El último paisano

El último paisano

EMILIO GARCÍA GÓMEZ | DOCTOR EN FILOLOGÍA | PROFESOR JUBILADO DE LA UNIVERSITAT DE VALÈNCIA J.IBARROLA

Viernes, 18 de septiembre 2020, 07:10

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La irreductible conciencia nacional en el País Vasco y Cataluña, extensible a sus zonas fronterizas, nos impide palpar el jadeante espíritu etnicista y, como prefieren distinguir algunos, sociocéntrico de otros muchos rincones de la geografía ibérica. No sólo se trata de la rivalidad entre barriadas, pueblos y amplias regiones del país por cuestiones deportivas, económicas, sociales o políticas, sino especialmente de la conciencia de ser de sus habitantes transmitida a través de generaciones. Basta ver el 'Duelo a garrotazos' goyesco para advertir el sentimiento fratricida que supuestamente permanece entre los españoles desde tiempos ibéricos. Muchos episodios se han incorporado al folklore popular, desdramatizando las tensiones sociales por medio de burlas y chanzas. A eso dedicó parte de su larga vida literaria el tudelano José María Iribarren, del que querría destacar sus célebres libros 'Retablo de curiosidades' (1971) y 'Navarrerías' (1971), continuando la tradición costumbrista de las plumas entronizadas como Mesonero Romanos, Baroja o Gómez de la Serna. Un navarro hablando de vascos. Hay quien afirma que para hablar de Aragón hay que ser aragonés. O que para hablar de Las Hurdes hay que ser 'jurdano'. En algún momento, los activistas de la identidad de esta histórica región llegaron a declarar al calandino Luis Buñuel y al toledano Gregorio Marañón «personas no gratas»: al primero, por su documental 'Tierra sin pan' (1933), en el que incorporó personajes locales como actores improvisados para «jacel comédiah», a cambio de «unos roñosos reales»; y al segundo, por su informe sobre la situación sanitaria y el hambre, causa de numerosas aflicciones de la población, contribuyendo a reforzar la leyenda negra de toda la comarca, «una esperpéntica y miserable imagen, sesgada, sectaria y fruto de mentes calenturientas y fraudulentas» (cita de un educador social extremeño en comunicación personal).

Por principio rechazo a los predicadores y promotores de la memoria histórica oficial, de la que algunos viven, que nunca consiguen borrar esa parte que no les gusta a base de mazo y cincel. En el mundo académico, al que he pertenecido, es más fácil entenderse con un discurso que con una tranca. Pero un dogmático no vacila en evaluar cualquier trabajo heterodoxo -según su peculiar jerga- con violencia, sin análisis razonado, por lo que contradecirle es imposible, con independencia de los muchos méritos que acumule y enumere. Simplemente se planta ahí sin ninguna intención de llegar a un acuerdo. Alguno se descuelga con argumentos twitteros, auténticas injurias que, una vez despenalizada la ley, no tienen recorrido judicial, como el que sigue (transcripción literal): «No he acabado ni de leer tu puta Bazofia de salvapatrias, sabiendo que eres un Gilipollas integral, carroñero y seguramente Sodomita como tu maestro, pero quiero que sepas que no me voy a esconder en el anonimato, mis Jurdes las defiendo yo frente a basura como tú, bien dialécticamente o bien untandote los morros que es lo que mereces payaso, escribe sobre los vicios de tus antepasados y deja en paz a las Hurdes, mi nombre es (---) y me tienen por nombre el Último Jurdano, y déjame que no te desee ni te mandé un abrazo si acaso una hostia a cobro revertido».

Fin del argumento. Diez segundos de gloria. No hay mucho que hacer. Como lo describe mi interlocutor, «es un prototipo del jurdano peleón, que, harto ya de que su tierra haya sido denigrada hasta convertirla en una parodia denigrante y malévola a lo largo de los siglos, se enfurece y entra a saco, cual elefante en una cacharrería, embistiendo contra todo lo que ve y oye. ¡Ojo con los jurdanos! No he visto gente tan apegada y tan defensora de su terruño como esos paisanos. Son muy belicosos». A destacar «las rivalidades que había entre diferentes 'arquerías' (como si fuesen tribus enfrentadas desde antaño). Raro era el domingo o festivo en que no había sonadas peleas (me recordaban las de las películas del Oeste o las del mundo vikingo) en las discotecas de Vegas o La Fragosa, que eran las que funcionaban por la zona jurdana en tales años. Volaban vasos y botellas. Era como un ritual simbólico, que era preciso repetir cada domingo. Pero, luego, pese a salir algunos descalabrados, todos eran tan amigos y se tomaban los vinos, cervezas y cubatas en grata compañía. Ahora, si la pelea era con forasteros, con gente que no era jurdana, entonces los jurdanos formaban una piña y se liaba gorda, teniendo que intervenir algunas veces la guardia civil».

Efectivamente, la belicosidad es una de las virtudes de algunos núcleos de nuestra población. Como contrapartida, sus vecinos montan cuchufletas. «Los de Arróniz», dice el citado Iribarren, «son motejados de 'soperos'. Les atribuyen tal afición por comer sopas. Un año se gastaron los dineros en pan: lo desmigaron sobre la balsa y se la bebieron a morro. Desde entonces no tienen agua». La llamada 'alma popular' no siempre termina así. «Si no vivimos cerca del pueblo, si no nos aproximamos a él, no conoceremos jamás su alma«, declaró Carlos Arniches en su conferencia ante la Asociación de Antiguos Alumnos del Real Colegio de San Antón. Un momento más adelante, Arniches hizo un perfecto retrato del último paisano español: »Lo que yo soy es que soy un tío que con libertá y una navajita barbera en la mano, ibas tú a ver justicia en el mundo.«

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