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Aquel pedazo del mundo fue el gran descubrimiento de los chavales de las calles del Turia, Quart y Sanchis Bergón. Ya no era necesario llenar las horas jugando con aquella pelotita de trapo que se intentaba colar en la portería imposible de un arbellón: el paraíso de los adolescentes de nuestro barrio, en el verano de 1958, se presentó en el cauce del Turia.

Lo de irse de vacaciones, en aquellos tiempos, era bastante raro y relativo. Salvo alguna excursión dominical a la playa o al Vedat, las familias corrientes y molientes pasaban su verano en Valencia. El ritual de vivir la canícula en la ciudad no se pudo romper hasta bien avanzados los años sesenta, cuando el Seiscientos entró en la familia. Por eso fue cerrar las aulas en las Escuelas Pías y rodar por el barrio la noticia de la última moda.

Que estaba en el río. Y más concretamente en el tramo comprendido entre el Botánico y la calle de Na Jordana. Por la sencilla razón de que habían pasado apenas diez meses de la riada y el paraje estaba tal y como había quedado después de la inundación: tan silvestre, tan natural, tan dejado de la mano de un Ayuntamiento preocupado por asuntos mucho más urgentes, que se había transformado en lo que a los chavales nos parecía un territorio de aventura.

Dejando aparte que la histórica concha de piedra había quedado maltrecha y semioculta tras la inundación, recurrir a la anchurosa rampa de piedra de la Pechina se pensaba que era un recurso tan fácil que había que descartarlo por ridículo. Así las cosas, el descenso al cauce, que estaba al menos un metro más profundo que ahora y desde luego no tenía las cómodas rampas añadidas en nuestro tiempo, lo hacíamos deslizando el trasero por los sillares de los picudos contrafuertes de los muros... hasta el aterrizaje final. El viajero corría el riesgo de romperse no ya la crisma sino lo que hubiera sido peor, un pantalón, que en casa sería el delator de una excursión rigurosamente prohibida.

Lo primero que hay que advertir es que el puente de Ademuz no se había construido y que de la pasarela de Campanar quedaban unos hierros doblados entre marañas de cañas. Las defensas y bolardos de la orilla izquierda eran imprecisos: en la parte de Tendetes no existían en algunos tramos y en otros habían sido dañadas por la inundación. Pero el paraje, donde se había tirado mucho barro extraído de casas y calles, era una bendición para unos críos que no conocían la televisión pero tenían, a través del cine y las novelas, románticas referencias de ríos, islas, junglas y desiertos.

Todo eso estaba allí mismo, al lado de casa, condensado y a disposición de los aventureros de la calle Turia: el barro de la riada se había transformado en un Sahara de dunas ondulantes que el viento peinaba; los matorrales habían crecido hasta permitir ocultarse y hacer cabañas; y nadie se había ocupado, antes que nosotros, de desenterrar maderos, toneles, ramas, sillas, ruedas, cajas, botes y mil objetos más que el río arrastró durante las horas terribles de octubre de 1957. Allí, un día y otro, disfrutamos imaginándonos héroes a lomos de dromedarios o cazadores de cocodrilos.

Pero una tarde, uno de la pandilla lanzó un grito desgarrador. Había vislumbrado, semienterrados en la arena, unos dientes, sin duda humanos. Con cautela, y con una caña, el más atrevido de todos los empujó: resultó ser una dentadura de encías de goma todavía sonrosada. A dos pasos, detrás de medio orinal de porcelana, yacía lo que me pareció el adornado remate de una mesilla de noche y un resto de tela a rayas, como de pijama.

Entonces es cuando el más gracioso de la peña dijo algo así como «el amo de todo esto debe estar enterrado por aquí cerca...» Nos fuimos corriendo, subimos los pretiles en un santiamén y no volvimos jamás.

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