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Valencia ha tenido, en 2018, más de dos millones de turistas y más de cinco millones de pernoctaciones. El aeropuerto de Valencia, que sirve a más de ochenta destinos, ha llegado a los 7'7 millones de viajeros. La red de autobuses de la EMT ha movido a 96 millones de personas. Y sin embargo, la Casa Museo de Blasco Ibáñez, ha tenido 11.400 visitantes durante ese mismo año; un promedio, si lo dividimos por 300 días hábiles, de 38 personas al día.

Treinta y ocho. Treinta y ocho visitantes de promedio, repartidos a lo largo de las siete horas que la Casa Museo abre cada día, de martes a sábado, porque el domingo solo funciona por la mañana y los lunes cierra. Treinta y ocho, contando jóvenes y niños: los vecinos de un solo patio de vecindad. La gente que suele haber de media, a cualquier hora del día, tomándose un cortado o una caña, en alguno de los cuatro o cinco mil bares de la ciudad.

Estamos hablando de unos cinco visitantes por hora, que pueden ser seis, y hasta siete, en los días de 'golpe de faena'. Estamos hablando, seamos claros, de una cifra irrisoria. De una cantidad de visitantes ridícula que no se sostiene ni frente al evidente 'boom' turístico de la ciudad de Valencia -con 600.000 visitantes anuales a la Lonja-, ni mucho menos frente a ese desmedido amor que decimos profesar en Valencia hacia el excelente escritor, periodista, político, conferenciante y cineasta valenciano. En cualquier manzana de cualquier barrio viven más republicanos que las personas que van a visitar cada día la Casa Museo del ínclito republicano valenciano.

De modo que algo habrá que hacer ¿no les parece? No ya para ver qué destino se da al mausoleo que labró Mariano Benlliure para enterrarlo; no ya para ver qué pasa con su entrañable legado, sometido a un pleito lamentable entre el Ayuntamiento y una Fundación, sino para algo más simple, urgente y necesario: hacer que los valencianos se den un garbeo por esa Casa Museo que custodia -muchos o pocos, valiosos o sencillos, científicos o populares- los recuerdos de su vida y de su obra. Porque resulta que se nos va todo por la boca -a todos, Ayuntamiento y vecinos- y don Vicente está esperando, más solo que la una.

«Quiero descansar en el más modesto cementerio valenciano, junto al 'mare nostrum' que llenó de ideal mi espíritu; quiero que mi cuerpo se confunda con esta tierra de Valencia, que es el amor de todos mis amores». Esto lo dijo el maestro, en el Cabanyal, en un discurso que dio el 17 de mayo de 1921, ante cientos de personas que le aclamaban. De modo que si él quería eso para su cuerpo, no tengo dudas de lo que diría ahora sobre el paradero mejor de sus gafas, sus apuntes, el retrato de su primera novia o el contrato para filmar 'Sangre y Arena'. Así es que menos rollos ¿no les parece?

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