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TORMENTA LLARENA

No era simbólico. No era una representación alegórica. Lo sabían. Lo siguen pensando. Y el juez no se lo ha creído

María José Pou

Valencia

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Sábado, 24 de marzo 2018, 09:20

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La ciclogénesis explosiva que nos envuelve este fin de semana parece el contexto perfecto para ambientar la decisión del juez Llarena en relación a Turull, Rull, Romeva, Bassa, Rovira y Forcadell. En su auto, considerado muy duro por algunos expertos, el juez reflexiona sobre qué es «violencia» puesto que es un requisito señalado por el Código Penal para hablar del delito de rebelión. Cuando se define rebelión, el Código se refiere a quienes «se alzaren violenta y públicamente para [entre otros fines] declarar la independencia de una parte del territorio nacional o sustraer cualquier clase de fuerza armada a la obediencia del Gobierno». Después de analizar lo sucedido, el juez llega a la conclusión de que, en efecto, hubo violencia -y no solo física- en la medida en que los intervinientes eran conscientes de que sus actuaciones incitaban a la presión sobre otros y las concentraciones masivas resultaban mucho más que intimidatorias.

Es el mismo riesgo que tienen ahora las convocatorias que ya se están desarrollando contra el propio auto. El juez no deja lugar a dudas respecto a la gravedad de los hechos. No es que sea duro. Es que se ve de lejos la «persistencia» en todo el 'procés'. Está claro, y él lo reconoce, que no van a parar. Es el desprecio, «contumaz y sistemático», al acatamiento de las decisiones judiciales que Llarena ve en los implicados y que augura una continuación más allá del 155 o de una futura convocatoria electoral. Sin embargo, el plan del Govern cuidadosamente trazado y en el que contemplaba los escenarios que se están produciendo desde octubre, no deja lugar a dudas. El dilema es evidente. Si el juez actúa contra ellos, los convierte en mártires. Si no lo hace, permite que continúe su delirio. La tormenta perfecta.

Su principal pecado, a juzgar por el relato del auto, es haber convencido a sus seguidores de «que ostentaban una legitimidad para una independencia que sabían constitucionalmente imposible». En una palabra, el engaño a quienes, desde convicciones respetables y dignas de tenerse en cuenta, quieren cambiar las cosas. El anhelo es legítimo. Los modos, no. Tras el logro de convencer de una falsedad no solo hay un problema penal sino, sobre todo, una demostración de mala fe. Sabían -saben- que no pueden lograr sus objetivos si no es dentro de la Constitución, que no lo permite, y, por tanto, necesitan modificarla para que lo haga. Si algo deja en evidencia el texto del juez es que no han servido de nada las lágrimas de cocodrilo ni los empeños por renegar del 'procés' y venderlo como algo simbólico. No era simbólico. No era una representación alegórica. Lo sabían. Lo siguen pensando. Y el juez no se lo ha creído. Ése es el mejor resumen de todo. Desde ayer, los seguidores siguen siendo alimentados por un relato engañoso que veremos engordar en las próximas horas. La ciclogénesis explosiva. Una nueva misión, quizás, para Piolín.

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