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Como no existía internet y al cine, con suerte, se acudía de vez en cuando para observar un caricaturesco reparto de fostios protagonizados por Terence Hill y Bud Spencer, algunos padres nos distraían cuando de chavales nos poníamos especialmente pelmas narrándonos historias de mitología griega. Los clásicos siempre resultan modernos y, además, entretienen una barbaridad porque abundan los rayos, los truenos, las batallas, los ríos de sangre, los cíclopes, los titanes, las astucias y el sexo alternativo y cachondón alimentando cornamentas de diversos ramajes.

De ahí que, cada vez que escucho lo de «voto telemático», por fonética asociación de ideas, recuerdo a Telémaco, el hijo de Ulises. Y qué suerte ser el hijo del rey de Ítaca, pensaba de crío. A Telémaco lo tengo situado, lo que nunca he logrado comprender es eso del voto telemático. ¿Se vota desde el ordenador, desde el telefonillo presuntamente inteligente, desde una cabriola del ojete que sufre en silencio o qué? ¿Qué es eso de telemático? Pues no lo tengo muy claro pero sospecho que huele a timo cibernético. Lo de las primarias no fue sino el camelo de posturitas virginales cuando la nueva política se ciscaba en los pésimos modales de la vieja política. Pero sucedió que esa política juvenil y algo tontiloca envejeció con notable rapidez abrazando los vicios de sus resabiados mayores. González y Aznar coincidieron asegurando que las primarias las carga el diablo. En Vox, para evitar aventureros expertos en arribismo de última hora se las fundieron. Las primarias, lejos de ser el cáliz sagrado que purgaría los pecados, ha fomentado chanchullos, triquiñuelas y espasmos tejidos en la oscuridad de las bambalinas. Las primarias no les hicieron libres, sino más bellacos. Las bellas teorías, como de costumbre, chocando contra la vil realidad.

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