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Qué tranquilidad de espíritu la de sentirse moralmente superior y pertenecer a una élite, un club de elegidos, vivir con la seguridad de quien sabe que haga lo que haga está justificado porque al fin y al cabo lo hace para que el bien triunfe sobre el mal. Y porque, qué demonios, todo es por los demás, ¡nosotrooooos, los descamisadooooooos!, que gritaba en sus mítines Alfonso Guerra, la gente, que dice ahora Pablo Iglesias, las pobres personas a las que había que rescatar, que clamaba Mónica Oltra en sus tiempos de pancarta y camiseta. La superioridad moral es como un salvoconducto que te ahorra problemas, una varita mágica que acomoda la realidad a tus sueños, un bálsamo que calma el dolor. Lo mismo te vale para justificar el acoso, el hostigamiento y la persecución hacia el que no es como tú con la siempre socorrida excusa de que es un fascista o un amigo de los fascistas o que al menos no es un combatiente antifascista, que para alcanzar el poder utilizando o valiéndose de métodos que siendo generosos podríamos calificar de poco convencionales, sean unas elecciones convenientemente amañadas en el 36, unos terribles atentados tres días antes de las urnas en 2004 o una moción de censura contra el partido más votado por los ciudadanos (detalle éste sin apenas importancia en según qué momento) respaldada por formaciones que reconocen que quieren acabar con el sistema y el modelo que ha permitido a España el mayor periodo de paz y prosperidad en democracia. Y también vale para beneficiar, si se tercia, a las empresas de tu hermano. Desde el púlpito civil de su superioridad moral, los salvadores de la patria pueden hacer el uso que estimen oportuno de los múltiples y abundantes recursos que el pueblo agradecido ha puesto a su disposición en forma de cargos, asesores, secretarios, ayudantes, chóferes, jefes de gabinete y de prensa, departamentos, organismos autónomos, agencias, empresas públicas y lo que faça falta i siga de menester. Y si lo hacen ellos bien hecho está pero no porque esté bien hecho sino porque lo hacen ellos. De lo que se deduce, obviamente, que si lo hacen los otros mal hecho está no porque esté mal hecho sino porque lo han hecho los otros. Si el presidente de Les Corts, por poner un ejemplo, puede nombrar hasta catorce personas de confianza, no pasa nada porque es «uno de los nuestros». Y si el Consell de Puig-Oltra-Dalmau eleva hasta más de 250 el número de altos cargos y asesores, por algo será, porque tendrá que atender las necesidades de los valencianos y así -¿quién podría dudarlo?- lo hará mucho mejor. Y todos felices porque nos gobiernan los buenos, los que son, no lo olviden nunca, moralmente superiores. Un ayuntamiento de un pueblo gallego ha creado la concejalía de la felicidad, tal vez atendiendo al imperativo filosófico jeffersoniano. Aquí no hace falta, aquí ya somos felices. Sobre todo los agraciados con un cargo.

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