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SUPERCHERÍAS

MIQUEL NADAL

Lunes, 3 de septiembre 2018, 08:44

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Es bien sencillo. Ni siquiera es necesario frecuentar libros, o haber cursado estudios universitarios para saber que llevar determinadas prendas, con colores concretos, elegir un itinerario concreto para llegar al campo de fútbol, o ver el partido de tu equipo en este o aquel establecimiento, no solo es conducta infantil, absurda, de difícil justificación en público, sino además irrelevante para el resultado del encuentro. Todo eso uno lo sabe, no hace falta que se lo repitan, y es consciente de lo estúpido de la superstición. Es absurdo que seamos o no espectadores, la dirección que emprendan nuestras consumiciones en el bar, quien se siente a nuestro lado, o la persona que nos dirige la palabra. Pero si aplicáramos una estricta racionalidad muchas facetas de la vida quedarían huérfanas. Aborreceríamos el entusiasmo. Tenderíamos a la melancolía, nunca jugaríamos a un juego de azar, seríamos abstencionistas impenitentes en algunas elecciones, y muchos días lo preferible sería quedarse en casa, darse de baja de la telefonía móvil y las aplicaciones sociales, y sustentar un inteligente anonimato. Por eso más vale habilitar la superchería futbolística que las hipérboles políticas, aunque sea a costa de reincidir en el pecado futbolístico que nos acompaña. Terrible pecado: ser supersticioso de no ser supersticioso. Como el agnóstico con mala conciencia, que debería tomar en la intersección de la vida la dirección del ateísmo o la fe. Al supersticioso futbolístico le sucede lo mismo. Sabe que no es verdad. No se atreve a abrazar la fe, pero no puede burlarse de sus miedos. Le gustaría acudir al partido provisto de toda clase de amuletos. La camiseta milagrosa de la última final con éxito. Un llavero de eficacia acreditada. El cromo de Valdez en la cartera. Tiene la inquietud de que en determinada heladería de la playa de Oliva, o en el Vera Park nunca ha visto ganar al Valencia C.F. pero en lugar de cambiar de sitio y verlo en otro lugar, o encerrarse en la habitación viendo de reojo el teletexto, acude con espíritu racionalista una tarde de domingo al lugar de los hechos aterrorizado. El que firma, hijo de la Ilustración, lector de Diderot, Voltaire y D'Alembert se presentó el domingo dispuesto a burlarse de la superstición, y de repente, justo antes del lanzamiento de la falta entró ese señor mayor que has visto en todos los partidos televisados, con aciago resultado, pantalón de mil rayas, sandalia cangrejera, el que llamaba a Feghouli 'Fegulinot', y sabes ya de la derrota. Marcelino gesticula desde la banda, haciendo indicaciones tácticas, realiza cambios, y el pobre no sabe que todo resultará inútil, que estoy viendo el partido en el lugar maldito, que acaba de entrar Fegulinot en el local, que la concurrencia celebra los gritos del fondo: «Marcelino, trau la vara». Todo lo que rodea al Valencia se convierte en el último refugio del comportamiento irracional. De cara al partido del domingo, grandes remedios, este columnista abandona riesgos. Cambio de bar.

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