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Veíamos cuando chavales, durante las vacaciones, ese pobre perro destripado sobre las vías del tren y la estampa sangrienta nos repelía y fascinaba a partes iguales. No querías mirar, te tapabas los ojos con las manos, pero luego una misteriosa, acaso maligna fuerza, te obligaba a separar los dedos para lanzar un ojo furtivo sobre el amasijo de carne picada. Con los asesinos en serie a algunos nos pasa lo mismo, nos repugnan pero leemos sobre sus crímenes porque el horror nos atrae. Ed Kemper medía dos metros, lucía gafas Telefunken, cuerpo fondón, manos de movimientos pedantes, vocabulario de terciopelo y ademanes de almíbar. Su padre le abandonó. Su madre le humillaba. Nunca tuvo amigos. Decapitó a su madre y luego hizo cosas muuuy feas con esa cabeza. Mejor no investiguen. No miren el perro muerto sobre la vía. Asesinaba porque era su manera de entablar la amistad que le habían negado. Un psicópata feroz, un tarado del siete, el tal Ed. Se entregó porque una chispa de lucidez le indicó que así dejaría de segar vidas. El mal se suele practicar para conseguir un fin. Atraco un banco para arramblar la pasta. Allano una morada para lograr un botín. Robo un bolso para pagarme una dosis de droga. Este mal nos aplasta, pero digamos que existe un principio, nefasto, desde luego, de acción y reacción. Pero aventurarse en la senda del mal así por gamberrismo o memez o gilipollez o de manera gratuita, también me asusta y además me resulta incomprensible. Intentaron quemar hace unos días las puertas del Palacio del Arzobispado y las de las torres de Serranos. ¿Qué pretendían con semejantes actividades pirómanas? ¿Qué beneficio pensaban extraer? Lo ignoro. Supongo que algunos nunca superaron la fase del perro muerto sobre la vía y se entrenan para futuros psicópatas. Prometen mucho, estos cafres.

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