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UNA VEZ MÁS SEVILLA

MIQUEL NADAL

Lunes, 27 de mayo 2019, 10:41

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Para los que tenemos afecto sincero por Sevilla y su gente, azahar hermano y sonrisa sincera, el día fue perfecto. Ni un mal gesto ni una mala palabra nunca. Como dice mi amigo Juan Carlos Torres, de Sevilla, y para nosotros, todo ha sido bueno siempre, y la final de 2019 no ha hecho sino confirmarlo. Nada fue banal. Por eso, y aunque las mochilas eran de tamaño mínimo, y apenas había que ir con lo puesto, el equipaje de la memoria y de los buenos propósitos rebosaba de ilusión. Era una convocatoria para un examen que a corazón y hambre de victoria ya habíamos ganado de antemano. Fue la final soñada durante todo el año, esa que en los últimos días tantas veces he evocado como el triunfo de la temporada del Centenario, en esas pequeñas colaboraciones de literatura menor de la profecía, que también han contribuido a edificar la victoria. La final que se vive de padres a hijos, los padres, la de mis hijos que fueron en el abrazo hijos de Vicente Montesinos, la de los propósitos para el viaje en el que cargamos de optimismo la mochila del viaje con la complicidad de los compañeros de trabajo, las del sobrino Javier Ferrando Cots, las coincidencias en Sevilla, con Santi y Marisa Altava, depositando confianza ante la Basílica de la Macarena, los mensajes de Juanjo Martínez Jambrina, los encuentros casuales y los abrazos que igual venían de amigos de los Salesianos, que de gente de Oliva, con enorme presencia, los hijos de Eduardo Martínez Nadal, los abrazos con gente de l'Orxa, de Vicent Sanchis, y de Castelló de Rugat, antiguos compañeros de trabajo, Pedro el pulidor en una rotonda, Toni Cañamás en la zona de la afición, el artículo aquí de Juan Martín Queralt, los miedos somáticos de Rafa Lahuerta ayudando a entender la vida, la presencia de un libro 'Verdad y método', de Hans-Georg Gadamer, ritual estúpido y apuesta ganadora, la sonrisa de Ángel, el sevillano al que la Tertulia Torino regaló una entrada para vivir la felicidad en su ciudad y con nosotros en el barrio de Heliópolis. Frente a la uniformidad, disciplina, bandera y cántico único de la grada rival, sumábamos sonrisas, gestos variados, banderas plurales y cánticos de compromiso en la nuestra. Hasta la posición, en Voladizo, idéntica a nuestros abonos en Anfiteatro, contribuyó a sentirnos seguros, como en casa, con los mismos abrazos, besos, sonrisas y lágrimas derramadas que en Mestalla, mientras la brisa del Guadalquivir nos refrescaba al final del partido después de tanto esfuerzo. Hasta los fallos de Guedes fueron exigencia de guionista perverso. La Copa fue de Marcelino, y de Parejo, y de la plantilla, pero también ha sido el triunfo del entusiasmo gamberro, el compromiso constante, y la determinación de unos aficionados que no quisieron alimentarse solo de memoria y pasado, sino que quisieron legar a los que vendrán futuro. La generación del Centenario.

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