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Me resulta difícil expresar la intensa satisfacción que me traspasa cuando alguien, bajando el tono de su voz hasta conseguir ese hilillo de perruna intimidad, dice lo de «esto que te voy a contar es entre tú y yo, ya me entiendes...». Arrimo entonces la oreja, inclino la testa, compongo gesto circunspecto, frailuno, para animarle en la confesión. Mi lenguaje corporal insiste en el tranquilizador mensaje de «no te preocupes, mis labios están sellados, soy una tumba».
Naturalmente es mentira. En realidad en ese mismo trance ya estoy cavilando en soltarle la información al primer amigo que me encuentre, aunque también depende de lo jugosa que esta sea. Si lo que me chivan rezuma suculento jugo, procuraré expandir la nueva todo lo que pueda para que la cadena no se detenga porque estoy seguro que, mis amistades, pese a jurar que mantendrán el secreto, serán incapaces y así la bola rodará hasta adquirir el tamaño de una desvirtuada avalancha. Para apaciguar mi conciencia lo que nunca destripo son los nombres de los afectados en el asunto. Cuento la historia y doy pistas acerca de los protagonistas, de esa forma al otro se le dispara la sesera y alcanza conclusiones abracadabrantes que contribuyen a fomentar el lío en el cual estamos siempre instalados. España no es país para secretos. Los programas de cotilleos triunfan porque a la gente le encanta comprobar cómo el prójimo se va de la boca desvelando incluso cualquier pasajera obscenidad de jergón. ¿De qué sirve conocer una milonga estupenda si no la puedes cotorrear con alguien? Sería peor que un millonario avariento que jamás se concede caprichos. Las filtraciones de la sentencia del Supremo demuestran que incluso en las altas instituciones gravitan esos elementos parlanchines que no resisten la tentación de piar. España, esa formidable corrala.
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