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Cargo de libre designación» suena tan pomposo y rutilante que, a buen seguro, una parte de la noble y sencilla gente enfrascada en sus cuitas de fin de mes debe de pensar que para ocupar esa canongía se precisa superar una oposición más dura que notarias. ¿Y usted a qué se dedica? Ah, un respeto, soy un cargo de libre designación y mi tarea así como de esforzado cíclope resulta harto fundamental. Vale, pues usted perdone. Pero tras el plumaje de pavo real se oculta el tradicional enchufe que nace del dedo mágico del jerarca. El virus de nuestra administración es el dedo prodigioso que coloca y descoloca, que reparte bicocas y sueldos, que derrama chollos y prebendas un tanto por la jeta. Esto de generar ocupaciones mediante dedazos no es nuevo, nació junto a nuestra joven democracia y luego creció, aumentó y se expandió hasta convertirse en una vergüenza. El método lo usó Aznar (un poquito), luego Zapatero (un poco más), luego Rajoy (más y más) y, finalmente, el que cosecha el verdadero récord es, naturalmente, nuestro líder Sánchez. Nadie se atrevió a coronar a tantos altos cargos vía dedito como él. Y si no existe una dirección general donde mostrar generosidad hacia uno de los favoritos, pues la invento, que para eso mando. Ya ascendió a la lenguaraz Dolores Delgado, amiga del pasma turbio, sin cortarse un pelo. La vehemencia a la hora de colmar de honores a personas que pasaban por allí con el carné entre los dientes como aquellos cuchillos de los piratas, en realidad supone un desprecio rotundo hacia los preparados funcionarios de carrera. Frente a una persona que aprobó difíciles exámenes y conoce las tuberías de los negociados, se catapulta a los forasteros. Castigan, pues, a los independientes servidores del Estado y priman a los genuflexos lacayos. Sin duda, la culpa de tal práctica es de Trump.

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