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El rito de la Justicia

¿Quién en su sana conciencia aspiraría a formar parte de ese rito, en ser una noticia consumida al poco por las rejas y el olvido?

VICENTE GARRIDO

Viernes, 13 de septiembre 2019, 09:05

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Hay un profundo sentimiento de 'déjà vu' en la contemplación del juicio que se está desarrollando para determinar la responsabilidad de Ana Julia Quezada en el fallecimiento del niño Gabriel, hijo de su pareja de entonces. La historia de los crímenes célebres -en general debido a su extrema crueldad o por la naturaleza particularmente destacada de la víctima, ya sea su indefensión o notoriedad- tiene un apartado estelar en el juicio: es éste el lugar donde se muestra, condensado, todo el drama que el suceso representó ante la opinión pública. Al tener que exponerse todo lo sucedido, los hechos que precedieron, acompañaron y sucedieron al crimen han de ser clarificados en la medida de lo posible si han de ser considerados probados «más allá de toda duda razonable». Tales hechos vertebran la narración y, confiados a diferentes personajes -la acusada en este caso, los testigos, los policías que investigaron y analizaron las pruebas- conforman la representación del acto más catártico de la Justicia.

El extraordinario atractivo de los juicios fue reconocido desde siempre por la cinematografía, la literatura y (aunque menos) el teatro. Hay pocas situaciones donde se muestra la naturaleza humana bajo un microscopio. En estos tiempos la telerrealidad triunfa porque permite ver la vida de la gente como vecinos curiosos a través de una ventana que el observado sabe que está diáfana; su menú está compuesto de conflictos ordinarios procesados por guionistas. Pero no es comparable al rito sacrificial del juicio: una parte intenta probar la culpabilidad de la otra, y para ello hace fuego donde más daño le puede hacer, y no se abstiene de recurrir a tropos del drama como género: la acusada es un ejemplo de «maldad infinita»; la madre del niño asesinado quiere verla y pide que le retiren el biombo: quiere que ella sepa que ha reconocido su vileza mirándola mientras testifica.

La acusada, en medio de la antesala de su ruina, ha de invocar entre lágrimas su última condición humana: no, ella no es el monstruo, no es un demonio, solo una mujer que se asustó y obró de forma irresponsable. Fue insultada, perdió los nervios. ¿Es que nadie va a tener piedad en esa ágora donde debe impartirse la Justicia? Pero ¡ay!, Ana Julia no sabe o no recuerda que ese mismo juicio, en diversas formas, se viene representando desde tiempo inmemorial, y que solo queda que se consuma el ritual para llevarla a la cárcel, porque nada puede clamar más alto y con más furia que el cadáver del niño en su maletero. Su pregunta («¿cómo podría hacerle daño a un niño?») queda suspendida en el aire, no sabemos la respuesta. Pero, aunque ella lo explicara, quizás seguiríamos sin comprender de verdad, porque, ¿quién en su sana conciencia aspiraría a formar parte de ese rito, en ser una noticia consumida al poco por las rejas y el olvido? Cúmplase la Ley.

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