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Ni las más de 3.000 empresas fugadas, ni el descenso de visitantes, ni la caída de la venta de productos catalanes en el resto de España, ni la fractura social, ni el hundimiento de la imagen de marca de Cataluña y de Barcelona, representado por la exclusión de la ciudad condal como candidata a la Agencia Europea del Medicamento en la primera votación, ni la soledad más absoluta en el panorama internacional, donde ni Corea del Norte -¡Corea del Norte!- apoyó la Declaración Unilateral, nada de todo esto ha bastado ni ha convencido a los irreductibles del independentismo para cambiar su voto, para entrar en razón, para olvidarse de ensoñaciones que hoy por hoy no tienen cabida en la España estado miembro de la Unión Europea. Como si tuvieran tatuado en la frente el famoso «Patria o muerte», su horizonte vital no ve más allá de la utopía soberanista, de la república catalana, y les da lo mismo si sigue dentro o fuera de la UE, aislada del resto del mundo como un remedo de Osetia del Sur, sin bancos, sin grandes empresas, encerrada entre sus fronteras, porque sencillamente no piensan en eso. En la fase final de la II guerra mundial, cuando ya estaba claro que la Alemania nazi iba a perder el conflicto, muchas de sus ciudades habían sido arrasadas por la aviación aliada y el hambre y todo tipo de penalidades formaban parte de la agenda diaria de sus habitantes, la locura de Hitler y su III Reich milenario seguía concitando apoyos incondicionales en algunos sectores de la población, fanatizados hasta el extremo.

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